El sueño de la niña Yolanda
TATIANA LUGO | Edición 2018FINALISTA/ Yolanda siempre quiso ser maestra. De niña enseñaba a sus vecinitos. Siendo joven fue torturada por la Seguridad Nacional y encerrada en la Cárcel Modelo. De allí fue expatriada a México, donde incluso trabajó en programas de televisión. Pero nunca abandonó su sueño de enseñar. Su historia la cuenta, para La vida de nos, la profesora y traductora Tatiana Lugo, en este texto que resultó finalista del Premio Lo mejor de Nos.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR / MIMI LUGO
“Cuando uno nace pobre,
estudiar es el mayor acto de rebeldía
contra el sistema.
El saber rompe las cadenas
de la esclavitud”.
Tomás Bulat
A Yolanda, cuando tenía 6 años, le gustaba jugar con su prima Carmen Alicia en la quebrada seca que quedaba cerca de su casa. Cargaba con su hermanito menor. Él era un bebé gordo, comelón, y Yolanda era una niña flaca, pero fuerte; sobre todo de brazos fuertes, porque desde los 4 años ya era dueña de una mano de pilón que le había hecho su papá para que ayudara a pilar el maíz en la mañanita.
Como Carmen Alicia también cuidaba a su hermanito menor, lo primero que hacían las niñas al llegar a la quebrada era sentar a los bebés en la arena fina, debajo del almendrón, desnuditos porque en aquella época no había pañales, y cada una agarraba una hoja roja, grande, cuyas venas eran para ellas las rayas del cuaderno; agarraban también un palito, que hacía de lápiz, y se ponían a escribir. Se trataban de “maestra”.
Es probable que en ese tiempo Yolanda ya hubiera aprobado el primer o segundo grado en la Escuela de Modesta Hernández, en el Paují, y por eso sabía cómo se agarraba el lápiz y que se escribía sobre la rayita. Ella enseñaba a la otra niña que nunca había ido a la escuela.
Como el papá de Yolanda era un señor que tenía ideas muy avanzadas para el momento y el lugar que les tocó vivir, y porque estaba decidido a cambiar el mundo, se empeñó en crear una escuela para que todos los niños pudieran aprender a leer y a escribir. Entonces fue muchas veces a la capital del estado, Los Teques, a plantear su idea. Pero el proceso era lento, así que Gustavo, que así se llamaba el papá de Yolanda, habló con otros vecinos y les propuso que su hija Yolanda y tres muchachas más del pueblo: Benicia, Delgadina y Presentación, dieran las clases. A todos les pareció una muy buena idea y crearon la escuela. El horario sería todo el día y cada muchacha trabajaría una semana, se rotarían. Fue así como Yolanda tuvo la primera oportunidad de enseñar a leer y a escribir a los otros niños del pueblo. Les enseñaron a cantar el Himno Nacional, el Himno al Árbol y algunas otras canciones. Los 29 niños, con edades entre 7 y 12 años, aprendieron, además, algunos conocimientos de geografía e historia, y un poquito de matemática. Era 1946 y Yolanda, que cumplía 14 años el último mes de ese año, descubrió que quería ser maestra.
Por fin el Ministerio de Educación decretó la escuela para El Paují, en los Valles del Tuy del estado Miranda. Era la Escuela Nº 171.
Mandaron una maestra que llegó al pueblo montada en un caballo. Se llamaba Betina Machado C. Cuando ella preguntó por la escuela y le respondieron “Ahí está el salón”, por poco se desmaya. No era para menos. El salón eran cuatro paredes de bahareque con techo de zinc y piso de tierra. Ni una silla. Nada más. Y ella tan bonita. En ese momento la señorita Betina Machado C. tomó una decisión y, dirigiéndose al papá de Yolanda, dijo:
—Señor Gustavo, yo aquí no trabajo. Aquí no se puede trabajar—. Dio media vuelta, se montó en su caballo y huyó del lugar lo más rápido que pudo.
En 1947, la familia de Yolanda se mudó a Pitahaya, un pueblo cercano. Hoy en día, ella supone que se mudaron por razones políticas, porque su papá no les explicó, al menos a los hijos, porqué se mudaban. Allá vivían alquilados. Nuestra adolescente era la mayor de siete hermanos y estaba acostumbrada a ayudar en la casa; por eso decidió trabajar para ayudar con los gastos. Conversando con la gente cercana supo que en Cantarrana, un pueblo que quedaba como a dos kilómetros de donde ella vivía, tal vez podía crear una escuela. Entonces se fue para allá y habló con los vecinos. Les propuso que ella podía enseñar a leer y escribir a los niños. Crear una escuelita, pues.
La gente lo recibió como algo muy bueno; tanto, que uno de los vecinos ofreció un salón de su casa para que la escuela funcionara, con la única condición de que los muchachos llevaran dónde sentarse. Ella cobraría un bolívar semanal por niño. Se inscribieron casi 30 muchachitos con edades entre 8 y 12 años, y la escuela empezó a funcionar. Yolanda caminaba dos kilómetros en la mañana para llegar a la escuela y dos kilómetros por la tarde para regresar a su casa. Como las clases duraban todo el día, las madres de los niños le mandaban comida y dulces caseros a la maestra, porque a ella no le daba tiempo de ir y regresar para el almuerzo. Yolanda recuerda puro cariño de esa época. Hasta una de las madres la escogió como madrina para su hijita más pequeña.
Esa hermosa experiencia duró hasta agosto de 1951, cuando la dictadura de Marcos Pérez Jiménez encarceló en Caracas al padre de Yolanda. Ella amaba profundamente a su papá y por eso decidió irse a la capital para buscarlo y ayudarlo. Allí estaba su hermano Nel, que era dos años menor que ella, pero que había migrado para trabajar y ayudar a levantar a la familia. Él vivía en un cuarto alquilado en casa de un tío y, como trabajaba desde la madrugada vendiendo café, no le daba tiempo de ocuparse del padre. Yolanda llegó entonces a la capital. Durante un tiempo compartió la habitación con su hermano hasta que este consiguió un rancho a medio construir, lo terminó de levantar y se trajo al resto de la familia.
Hacía mucho tiempo que Yolanda había abrazado la causa política de su padre y por ello, en Caracas, tenía una actividad febril. También trabajaba en fábricas de costura para sostenerse. Con otros camaradas, fundó un centro juvenil en el que se ofrecían actividades culturales y deportivas. Militaba, por supuesto, en la Juventud Comunista de Venezuela, que estaba proscrita, por lo que Yolanda tenía una doble vida. En su vida política empezó a llamarse Lucy Campos. Corría de un lado a otro, cantando; hubo quien la llamaba Campanita.
Como ellos vivían en lo más alto del cerro de El Valle, allá donde se pueden tocar las nubes sin mucho esfuerzo, Yolanda se dio cuenta de que había “mucho muchacho” sin estudiar y, fiel a sus principios, decidió crear una escuela, por allá en 1952 o 1953. La miseria alrededor era tan grande, que ella no cobraría nada. Entonces empezó a hablar con los vecinos, a plantear su idea. La señora Antonia, que tenía una casa grande, la apoyó y le prestó un espacio para que diera sus clases. Los muchachos también llevaban sus banquitos, algún cuaderno y un lápiz. Alfabetizó a cerca de 20 niños.
Esta nueva escuela duró hasta ese día en que, regresando a su casa, un amigo la encontró y le dijo:
—¡No subas! La Seguridad Nacional está en tu casa. Los están buscando.
Ella decidió ir a alertar a su novio y se fue a la casa de él, en Coche, pero cuando llegó, la Seguridad Nacional ya estaba allí, la estaban esperando. Así que ese día la pusieron presa.
Era marzo de 1954.
Apenas llegar, el propio Miguel Silvio Sanz, alias El Negro, para ese momento jefe de la Sección Político-Social de la Seguridad Nacional y el esbirro más cruel, famoso por la frase “Preso no tiene sexo”, le arrancó la ropa y así, casi desnuda, le dio fuetazos por todo el cuerpo. La interrogaban y ella callaba. Entonces la pararon descalza sobre un rin, sí, de esos que usan los carros para sostener los cauchos. Allí estuvo una eternidad. Le ordenaban que se subiera. Que se bajara. Sus pies sangraban. Pero Yolanda es de acero. Se prometió no derramar una lágrima frente a los esbirros. Y así fue. Otra tortura cruel fue sentarla frente a un foco encendido día y noche, otra eternidad durante la cual Yolanda no solo no podía dormir, sino que casi pierde la razón. Pero ella no era una soplona, así que nada de eso quebrantó su espíritu.
Cuando los esbirros se dieron cuenta de que Yolanda no hablaría, la trasladaron a una cárcel. En el calabozo al que llegó había 13 reclusas. Una de ellas era María Isabel de Urbina, a quien todas llamaban “La Viuda” porque era la viuda de Rafael Simón Urbina, autor material del asesinato de Carlos Delgado Chalbaud. Esta mujer decía que era rehén personal de Pérez Jiménez por todo lo que ella sabía.
Yolanda recuerda la solidaridad de sus compañeras. Todas presas de conciencia como ella. La querían mucho porque era la más joven. Allí aprendió a tejer porque una de las presas sabía hacerlo y se empeñó en enseñar a las demás, y a Yolanda le gusta no solo enseñar sino aprender. Como no recibían visita de sus familiares, las presas se convirtieron en algo así como una familia.
Dos años estuvo Yolanda en la Cárcel Modelo, que quedaba en Propatria, en la avenida El Cuartel. Se negó a firmar la caución que le permitiría salir en libertad condicional. Tal vez por eso, la dictadura consideró que ella no podía seguir en el país y la expatrió. Hasta la fecha, Yolanda es la única mujer que ha sido desterrada de Venezuela por causas políticas.
Llegó a México, la tierra de las pirámides del Sol y de la Luna, y de Los Niños Héroes, en 1955. Y se reencontró con su amado padre que hacía tiempo había sido exiliado.
En México, junto con los otros exiliados, continuó su trabajo político para derrocar la dictadura. Se formó como instructora de cultura física y como masajista, y empezó a trabajar. Como era una hermosa joven, tuvo una pequeña participación en la película Mujeres encantadoras, y trabajó en el programa “Cultura Física” del Canal 5.
Se enamoró y se casó con otro desterrado político venezolano: Israel Lugo. Una vez derrocada la dictadura, regresaron al país y fundaron su familia. Entre persecuciones y necesidades porque, también en la democracia, fueron perseguidos políticos. Sin embargo, el hogar de ellos, estuvieran donde estuvieran, era una biblioteca. Ambos eran lectores impenitentes. Cuando al fin pudieron tener una casa estable, esa biblioteca empezó a exhibir obras de arte. En las paredes de esa casa hay obras de Gabriel Bracho, Régulo Pérez y Mateo Manaure, todas dedicadas, bien a la pareja, bien a uno de los dos. También había una vasija primorosa, hecha a mano por Ángela Zago, y cantidad de piezas firmadas por la amistad.
Tuvieron cuatro hijos que crecieron entre libros y arte. Yolanda mantenía vivo su deseo de ser maestra; en silencio, pero vivo.
La vida de Israel y Yolanda había cambiado, estaban construyendo su ideal de familia, pero el año 1973 les tenía reservada la más cruel y terrible experiencia. A principios del año a Israel le diagnosticaron cáncer de páncreas. Ambos enfrentaron la adversidad de la única manera que sabían: con valentía y amor. Sus hijos eran pequeños: la mayor tenía 14 años y la menor 7.
A mitad de marzo fue necesario internar a Israel en el Hospital Padre Machado. Yolanda se dividía entre la casa y el hospital hasta que ya no pudo dejar el hospital. Entonces las manos amorosas de la familia se encargaron de los muchachos. Un día Israel le dijo: “Yola, cuida a los muchachos.” Poco después, murió. Era 25 de abril.
Al parecer, el año 1973 no estaba satisfecho con el golpe que le había asestado a Yolanda y el 21 de diciembre se llevó a Gustavo, el padre y guía de Yolanda. Se lo llevó de golpe: un infarto fulminante mientras estaba en el derecho de palabra en una reunión del Comité Central del Partido Comunista de Venezuela.
Aunque Yolanda quedó devastada, la misma fuerza que tenía para pilar a los 4 años de edad, la claridad de sus metas en la vida y el amor fueron la guía para que sacara adelante a sus muchachos. Y con los hijos adultos, profesionales todos, con cuatro nietos en el alma y los brazos, por fin vio la posibilidad de hacer realidad su sueño de niña.
Hizo una equivalencia y terminó la primaria. Se inscribió en bachillerato y estudiaba igual que una de sus nietas. Cuenta Doña Yola que lo más difícil del bachillerato fue estudiar inglés, pero también pudo con eso y se graduó de bachiller al mismo tiempo que su nieta: en 2006.
Doña Yola empezó a estudiar para maestra en la universidad. Y en el año 2009, con 77 años de edad, la niña que jugaba con hojas de almendrón en una quebrada seca, se convirtió en licenciada en educación.
Hoy, a los 85 años, Yolanda Villaparedes, mi madre, con ese brillo en los ojos que solo pueden tener los niños felices, con la satisfacción íntima de haber logrado lo que se había propuesto, es Maestra.