Eran la misma gente, la misma sangre
CARMEN GARCÍA VILAR | Edición 2018FINALISTA/ Partiendo del recuerdo de un fallido intento de cacería, Carmen García Vilar, la autora de esta historia finalista del Premio Lo Mejor de Nos, rememora los orígenes gallegos de su familia y las inútiles discusiones de ella con su padre tras la defensa de utopías que solo dejan dolor.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
No pude dispararle al venado.
Desperdicié la oportunidad única de mostrar mi buena puntería ante los amigos de papá en la primera noche de cacería de mi vida, a mis 13 años. Me habían cedido el honor de cobrar la primera pieza y había fallado. Herido en su orgullo, mi padre me apartó de un codazo y, apresurado, remató al animal de un contundente escopetazo.
Al apuntarle al venado en su propio abrevadero, deslumbrado por los brillantes faros de cacería nocturna, yo sentí mi vil desventaja sobre él. Sus grandes ojos brillaban hermosos, mirando mesmerizados. Estaba paralizado, supuse, por su indefensión, quizás miedo, o solo curiosidad por nuestro asalto. Tanto poder sobre la vida del animal me impidió disparar el proyectil que habrían trasmutado a una primogénita de tres hermanas en el varón que mi padre no tuvo.
Después de mi desastrosa iniciación fui relegada a la parte trasera del jeep. Me abandonaron allí, sentada en un rincón, tácitamente descalificada, rodeada de la fresca y fragante noche, en aquel desbordado monte tropical. Por techo, latía silente un amplísimo cielo estrellado que yo contemplaba con la extraña serenidad que me invadió.
Fui incapaz de dispararle al venado, pero suspiré aliviada, como si al estar perdida encontrara un camino.
De niña, mi padre ya había colocado en mis manos un rifle liviano y varias latas vacías alineadas a distancia. Yo apuntaba y disparaba, para su sorpresa y alborozada opinión, con muy buena puntería para ser mujer. En consecuencia, mi orgulloso papá pensó que si yo había heredado su talento para dar en las dianas, por deducción también habría heredado su gusto por la cacería.
Y yo nunca me lo había cuestionado hasta aquella noche.
El regreso al campamento lo hice con el cuerpo del hermoso venado desmadejado a mi lado, con su piel de áspero terciopelo dorado rozándome, con su cornamenta al alcance de la punta de mis tristes dedos que se atrevieron a tocarla siguiendo sus ramificaciones. Todavía tibio, con los ojos abiertos a la desmesura plácida de la muerte, el animal saltaba acompasado conmigo, bruscamente, con cada bache del camino de tierra.
Los veteranos cazadores se detuvieron en la ruta. Apagaron los faros y se perdieron sigilosos entre los arbustos oscuros tras unos conejos salvajes. Para acunar mi intranquilidad, ante los sonidos nocturnos provenientes de los matorrales, encendí una linterna: una burbuja de luz protectora en mi esquina solitaria del vehículo. Pronto, una araña parda, pequeña y frágil, esbeltísima de patas, salió de no sé dónde y caminó con elegancia, bailarina en puntitas, sobre la tierra de mi bota sucia. La observé continuar su grácil paseo por el torso ensangrentado del venado hasta llegar a su cabeza. Atravesó tranquilamente uno de sus grandes ojos abiertos, negra laguna de brillo metálico, y después salió con naturalidad hacia la oscuridad que bordeaba el aro de luz.
No pude ante tanta indiferencia y apagué la linterna.
A la gente hay que entenderla, decía mi madre. Hay que educarla, le corregía mi padre. Él fue el hijo menor de un jefe de la guardia civil, un castellano asignado a un pueblito gallego. En esas mismas coordenadas mi abuelo materno era el contrabandista oficial de la zona, porque ¡algo había que darle de comer a sus 12 hijos! Con esa excusa indiscutible, el abuelo estraperlista se justificaba ante el abuelo guardia civil cuando este lo atrapaba en sus quehaceres furtivos. A veces el tricornio encerraba al trasgresor por uno o dos días, y otras, hacía que no le veía, porque parece ser que el estricto policía tenía un corazón de chocolate; o quizás entendía que, en aquellos tiempos tan difíciles, el trasgresor era el proveedor diligente de lo que necesitaras, no importaban el dónde ni el cómo. Podían ser los zapatos de una rapaza que se casaba, metros de percal que resolvía los pantalones de todos los hijos del vecino, tabaco o una escopeta para matar lobos, entre otras cosas.
Eso también era un servicio a la comunidad.
El divertido contraste de estilos entre mis abuelos se mantuvo vivo en las sobremesas caraqueñas, donde mis padres se retaban con sus leyendas familiares, como cartas de un partido de berisca: sacaba mi padre la ocasión cuando mi abuelo guardia civil fue emboscado por un ladrón que le disparó a matar, sin éxito. El oficial reaccionó rápido, sacando su arma e hiriendo al delincuente. Era pleno invierno y en el trayecto a la cárcel desde el sanatorio donde lo curaron, el bandido convaleciente temblaba de fiebre… y el tricornio era un señor tan noble, que se ha desprendido de su capa del uniforme, ¡su propia capa! para abrigarlo, remataba solemne y presumido papá.
Entonces mi madre terminaba el fondito del anís y replicaba que el padre de ella, en su ya avanzada vejez, discutió seriamente con el alcalde del pueblo hasta el extremo de ofrecerle públicamente unos bastonazos, porque este, alentado en secreto por mis tíos maternos, se oponía a cumplir sus exigencias: ¡El abuelo tenía tanta energía que, a sus 80 y tantos años quería sacar la licencia de conducir motos!, apostaba mamá por el abuelo, quien insistía en seguir paseando a sus ovejas, que ahora lo dejaban atrás. Gracias a sus habilidades comerciales, el antiguo estraperlista había negociado una moto usada que escondía bajo el heno en el pajar, esperando los papeles reglamentarios, y con la cual esperaba volver a controlar al descarriado rebaño. Estaba tan lleno de ganas de vivir que solo le faltó un año más para cumplir los 100. No se murió, se acabó, remataba mamá llena de orgullo.
En lo que mis padres sí coincidían era en que su pueblo, perdido en una de las colinas de Galicia, era muy pobre, muy pequeño y muy frío. Cuando yo lo visité me encariñé inmediatamente con su verde húmedo, su bruma celta y sus laderas llenas de pinos. Allí sentí que la morriña también puede ser heredada, así seas una joven del fulgurante trópico caribeño.
En esos días, la casa donde mi madre se había criado con 11 hermanos permanecía sobre sus paredes de piedra; el piso de la planta alta era en tablones de madera basta, ya alisada por el uso. Todavía una rama de la familia la habitaba. Compartiendo albariño con ellos, entendí perfectamente el origen del carácter alegre y vital de mamá.
Cerca, la casa donde había nacido mi padre ya no estaba. En lo que fue el patio trasero, solo quedaban unos manzanos abandonados, ateridos por un frío que encogía los frutos y los acidulaba. Recuerdo pequeñas fotos sepia de mi padre niño al lado de un pozo de piedra frente a la casa, con sus hermanitas abrazadas a un mastín de caza; detrás una severa construcción con ventanas de madera y un portón grande. En los inviernos, contaba papá, los 10 hijos se turnaban alrededor del fuego del lar para leer en voz alta un periódico que les llegaba de la capital cada 15 días.
Al estallar la guerra civil, mi muy adolescente padre, insuflado de las épicas románticas del siglo, y a pesar de tener ya dos hermanos en el frente, disgustó a mi abuela escapándose y alistándose también. Del lado franquista se fueron todos. Mi madre, mucho más joven, todavía hacía muñecas de mazorcas y trapo a falta de otros juguetes. Ella nunca recordó de qué bando fueron su padre o sus hermanos, aunque decía suspirando, cuando alguna vez tocaban el tema, que al terminar la guerra enterraron a los muertos de ambos frentes en una misma tierra. Total, volvía a suspirar, todos eran la misma gente, la misma sangre… Se quejaba amargamente de que se le daba demasiada importancia a las diferencias que tenemos con otros.
Demasiada importancia, decía, tanta como para matar por eso.
Dejando atrás aquella miseria de la posguerra, mi padre se vino en un viejo barco a hacer la América con 30 dólares en el bolsillo.
Al poco tiempo, una meiga en Santiago de Compostela, a donde había ido a aprender a coser, le dijo a mi madre que pronto cruzaría aguas grandes para reunirse con un joven que en ese momento le estaba escribiendo una carta para proponerle matrimonio. Y que, de acuerdo a lo que esta bruja veía en la baraja, dicho caballero tenía un bigote y solo poseía un traje de chaqueta azul que colgaba de un gancho detrás de la puerta de la pequeña habitación de una pensión. Mamá, además de sorprendida, no imaginaba quién podía ser, pues fueron tantos los conocidos que se fueron cruzando aguas…
Lo dicho: la carta anunciada llegó, y pronto, otro barco dejó a mi madre en un puerto en las costas ardientes de Venezuela, donde la gruesa lana de su traje de chaqueta, hecho por ella para su peculiar boda y que reestrenaba para la ocasión, le picaba la piel. Después de 25 días en el mar, tardó en sentir firme la tierra. Estaba muy asustada porque mi padre y ella habían sido muy amigos, pero lo que se dice novios, nunca.
Pero algo de complicidad compartían a pesar de sus diferencias familiares, porque ambos recuerdan lo mucho que disfrutaban juntos bailando en las fiestas de La Piedad y el San Ramón. Además, él la había elegido a ella para que le escondiera el hurón, un animalito prohibido por la ley, y que él usaba para cazar.
Una vez en tierra, la algarabía de los parientes que venían a recibir a sus emigrantes llenaba el puerto de La Guaira. Mi madre, angustiada, no veía entre ellos a su reciente esposo con el cual se había casado audazmente por poder, para preocupación de los cuatro abuelos, demás familiares y escándalo muy comentado entre los vecinos del pueblo pequeño. Ella cuenta que cuando ya no quedaba un alma en el muelle, apareció mi padre, muy apurado y perfumado, enfundado en su único traje azul. Solo entonces le volvió el alma al cuerpo. Lo reconoció de inmediato por el nuevo bigote que se había dejado, porque era tal como la meiga se lo había descrito.
Mi madre trajo su dote como equipaje: una máquina de coser de pedal y manivela con patas en arabescos de hierro colado. Mi padre ya ejercía su habilidad para la mecánica y su espíritu de aventura. Se instalaron en una pequeña granja cerca de Caracas, rodeada de colinas, ni tan frías ni tan verdes como las que habían dejado atrás. Tenían una vaca y un mono capuchino escandaloso amarrado con una larga cadena al pie de un árbol de guayabas. Inés era una vecina altísima y negra como el betún, que les hizo degustar el plátano frito y las caraotas negras. Fue la primera amiga de mamá, quien nunca en su vida había visto a un negro en persona, y menos a una negra tan negra, ni tan feliz como cuando en la radio escuchaba con volumen descarado a la Sonora Matancera y los boleros recién llegados de La Habana.
Papá se puso detrás del volante de un camión de reparto y descubrió paisajes distintos a los que traía adentro, y kilómetro a kilómetro se fue metiendo en ellos. Y viceversa. Tanto, que aún después de que instaló su negocio, su placer dominguero era pasearnos en su flamante automóvil, vagando por las nuevas carreteras.
Ellos apostaron a que el mundo que tenían por delante sería mejor.
Pasaron los años y crecieron las hijas. Después de una amnesia obligada por el duro trabajo, surgieron de nuevo los viejos fantasmas de una guerra que se creía olvidada. Llegaron épocas polémicas en su nuevo país e inquietud en casa, porque durante mi juventud estudiantil el estar a la izquierda era el aire de los tiempos. Y ante lo combustible de esa dialéctica contestataria en su propio hogar, mi padre pensaba su pasado de combatiente tanto como el presente que había ayudado a instalar en su lejana tierra y que lo incomodaba porque quería defenderlo y no sabía, o no podía, o dudaba. Ingenuos de nosotros, él y yo, quienes discutíamos acaloradamente si unos dictadores eran menos dictadores que otros.
Cuando, en su tierra natal, el caudillo del régimen que él defendió murió, grité eufórica: ¡Por fin! ¡Uno menos!
Me miró de reojo y calló.
Después, cuando se desmoronó el otro muro, me puso delante un reportaje con fotos de una pobrísima ciudad albanesa, sucia, negra de capas del hollín desechado por una fábrica que despreciaba a su propia gente.
Me miró de reojo y suspiró: ¡De la miseria que se salvó España!
A mí me sonó a que se reivindicó, que se justificó, qué sé yo… Habían pasado demasiadas cosas en el mundo, derrumbado demasiados sueños y, desengañada, no me atreví a refutarle con ideales absolutos. Ya me había resignado a que la condición humana es demasiado humana y que la única gran verdad que queda de las utopías es el daño que hacen.
Ahora, de pronto, recuerdo algo.
Un día, mientras tomábamos un café, varios amigos buscábamos una opinión experta para entender una gran compra armamentista del gobierno; apostábamos entre si el kalashnikov era un rifle o un fusil.
Se me ocurrió llamar a mi padre para que dilucidara rápidamente la incógnita, pues su pasión por las armas siempre estuvo incrustada en él, ya fuera en su espiral genética, o enseñada, como decían antes con la letra, que a sangre entra. Él ya estaba mayor y su vitalidad había sido muy mermada por un accidente cerebral. Aunque se movía por sí mismo, lentamente, ya no se sentía útil y eso lo llevan muy mal los gallegos.
Cuando le pregunté al teléfono, se animó por primera vez en mucho tiempo al sentirse necesario. Fiel a sus divertimentos y deseo de cumplir, con su voz cascada lució su conocimiento de todos los detalles del arma en cuestión.
Al visitarle esa tarde me interrogó, interesado sobre mis amigos y el destino de la información. Le mentí que era para un libro que estaba escribiendo uno de ellos y que los datos que le aportó habían sido de mucha ayuda. Papá, emocionado, se ofreció para cualquier consulta futura que necesitaran en ese terreno, y contento como si hubiese tomado una jarra de albariño, el tema lo llevó a recordar su juventud, los tiempos que vivió, y se animó tanto que al pasar mi madre cerca, rumbo a la cocina para preparar la cena, a papá se le iluminaron los ojos, empezó a tatarear una muñeira, apoyó su bastón en la pared y la tomó por la cintura para bailar como antes lo habían hecho en las fiestas del pueblo.
Esta vez más lentamente, claro, pero de eso solo me di cuenta yo.
Exhausto y contento, se sentó a la mesa y, mientras comíamos arepas de queso guayanés seguidas por una taza del caldo que había quedado del cocido gallego del mediodía, papá volvió a explayarse entusiasmado, docto en anécdotas bélicas y enumerando las, insidiosas para mí, características sobre el bendito rifle… o fusil, o lo que sea que es.
Yo lo escuchaba fingiendo mi rostro más interesado, paciente, porque él tenía lagunas en la memoria y evocaba detalles que, cuando los capturaba, todavía explicaba con pasión.
Le dejé hablar, asintiendo lejana; no le discutí porque esa visión épica que él tenía del asunto me parecía superada.
Ya no.