La partitura, su vida
Leonardo Rivas Lobo | Edición 2024Sandra Jaspe llegó a Mérida a sus 18 años a estudiar bioanálisis, pero terminó sumergida en un caudal de sonidos del que nunca se saldría. Cantó mucho, dio clases de música y fue espectadora de un agitado movimiento coral. Esta historia obtuvo la mención de Responsabilidad Social Empresarial de la 7ma edición del Premio Lo Mejor de Nos.
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Rebobinamos hasta 1988, donde la mayor de 6 hermanos llega a Mérida, con 18 años, desde San Cristóbal. Sandra Jaspe era una joven flaca, con mucho apetito siempre, candorosos ojos marrones y una voz llena de chistes, anécdotas o palabras de cariño. Ella venía a estudiar bioanálisis en la Universidad de Los Andes (ULA), influida por su padre.
A veces recuerda las idas al laboratorio paterno durante su infancia: tardes ayudándolo o solamente acompañándolo; recibiendo a los pacientes con una sonrisa, escuchándolos, hablando con ellos mientras que Adán Jaspe, su papá, hacía el trabajo, atravesando tardes que se iban entre números y muestras de sangre.
Desde pequeña tuvo una disposición hacia la música, cantó en coros infantiles y aprendió a tocar el piano. Su infancia también estuvo llena de recitales y presentaciones, siempre hubo una partitura cerca de sus pupilas, resguardadas tras lentes que también la acompañan desde que tiene memoria. San Cristóbal fue su primer escenario, allí practicó, entonó, cantó, tocó, rio, lloró, se conmovió, hizo amigos y comenzó a darle tonadas a las salidas familiares.
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La primera incursión de Sandra Jaspe en la efervescente movida coral de Mérida fue cuando entró al Orfeón de la Universidad de Los Andes —el segundo coro más antiguo del país, fundado por el compositor, director y músico merideño, José Rafael Rivas; en 2024 celebraron 80 años de existencia—. Sandra tuvo su audición y quedó como contralto; el director del coro para ese momento era el reconocido Argenis Rivera. Allí cantaría por cuatro años como jefe de cuerda.
El Orfeón de la ULA le permitió conocer a otras personas, entonar otras canciones, enamorarse, crecer como persona y sentirse parte de una familia, más allá de la sangre. Pudo conocer más lugares de Mérida, viajar hacia otros lugares del país y acumular anécdotas como nuevas canciones que cantaría algún día lejos de allí. Personas como Argenis Rivera, José Geraldo Arrieche o Armando Nones son algunos de los tantos lazos afectivos que le dejarían esos años. Cada uno de ellos con una carrera encomiable en la historia musical de Mérida, personas que compartían con ella esa pasión musical de cantar por otro, con otros, para otros; se abriría paso entre ellos, a su ritmo, lenta como una sonrisa de fraternidad entre dos buenos amigos.
Las horas de estudio se dividían con las de ensayo, y los conciertos ahora sucedían o antecedían a los parciales de la carrera. La música seguía cerca de sus oídos, conocía a más personas fuera de las aulas de la facultad y cantaba en lugares tan icónicos como el teatro César Rengifo o el Aula Magna, por mencionar dos de los más importantes.
Sus prácticas profesionales fueron en el hospital Rafael Rangel —ubicado en Timotes, municipio Miranda del estado Mérida—, estuvo seis meses allí, conociendo gente, haciendo exámenes y consolidando experiencias para su futura vida profesional. Recuerda las mañanas frías, las caminatas hasta el laboratorio y los niveles tan altos de glóbulos rojos en la sangre de esas personas tan cordiales. Nunca antes había pasado tanto tiempo tan lejos de ensayos, conciertos o leyendo partituras. Era inusual, una especie de preámbulo o silencio inesperado entre piezas.
Se graduó y las partituras también fueron causa de desvelos y celebraciones, así como su título. Allí terminaba su vida como orfeonista y estudiante.
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Dejó de ser parte del orfeón al graduarse en 1992, desde allí comenzó a ejercer su carrera —así sería hasta 2005—, se convirtió en una espectadora más, una bioanalista que había cantado: Sandrita. Al ser una licenciada y cantante probada, se dedicó a ambos roles, en paralelo y sin pausas; el laboratorio predominaba sobre los ensayos. La música no la sacó de San Cristóbal, fue la carrera universitaria, aunque estas partituras tomarían el relevo de su vida, cuando los microscopios y los reactivos dejaran de ser rentables.
Pausamos en los 90, donde vivió una nueva etapa, tan profesional como la aventura de tener su propio laboratorio junto a varias amigas. Fue suplente en la Cátedra de Banda Rítmica en 1991 para niños; su primera experiencia como profesora. Después tuvo la Cátedra de Práctica Coral desde 1993 hasta 1995 y más adelante daría clases en un kínder de iniciación musical en el Centro de Educación Musical Infantil (CEMI), desde 2000 hasta 2008, en los espacios de la U. E. Carlos Emilio Muñoz Oraa.
Durante esta época llegaría a la Cantoría de Mérida, fundada por el maestro Rubén Rivas —su primer concierto fue en 1975—, que hasta la actualidad ha tenido directores con renombre, quienes han posicionado a la institución como una de las corales con más reconocimientos en el país y en el mundo. Empezó como una agrupación de adultos, pero el paso de los años y el patrocinio de la Fundación para el Desarrollo de la Cultura del Estado Mérida (Fundecem) —antes conocido como el Instituto Merideño de Cultura (IMC)— hicieron posible que la cantoría tuviera otros niveles de formación: la de iniciación, la infantil, la juvenil y la de adultos. Cada una con su respectivo director, repertorio y horarios de ensayo, consolidando así el ciclo completo de formación musical en la ciudad, fuera de los coros ocasionales y los recintos universitarios. Comenzó dando clases de iniciación musical a niños y dirigiendo el Coro de Iniciación de la Cantoría de Mérida, desde 1991 hasta la actualidad.
El paso de los años y los cambios en el país fueron relegando los días de analizar muestras, de anotar números y descifrar proporciones como papeles en un acordeón que solo suena a olvido.
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Ya a mediados del año 2000 se hicieron más comunes los días de ensayos con 40 alumnos en uno de los salones de la Casa Bosset —recinto colonial adquirido por el Estado venezolano, que sigue en pie, después de años de cantos sacros, conciertos, cuentacuentos y rezos—. Ya no estaba rodeada por el silencio de los microscopios, ahora todo giraba alrededor de conversaciones y discusiones sobre conciertos —eventos pasados y momentáneos encuentros—, su vida nuevamente se deletreaba junto a colegas, amigos entrañables que venían desde su época de orfeonista.
La Cantoría de Mérida también la llevaría a otros lugares de Venezuela y el mundo, conocería Italia, España y otras regiones de Europa donde hacen encuentros internacionales de coros. También iría a Villa de Cura en el estado Aragua, allí aprendería más sobre la enseñanza coral: ejercicios de vocalización, donde el cantante ronronea para estirar sus cuerdas vocales y convertirse, por algunos segundos al menos, en un caprichoso gato y comprender el secreto de los recesos entre lecciones para que los niños vuelvan más enfocados. Llegaría a Maracay, donde un párroco la recibiría en su finca y le daría mango en infinidad de presentaciones y sabores, a ella y a otros directores de la cantoría, como si estuvieran en una región desconocida del trópico donde esa fruta no se acaba nunca.
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No todos los cantantes son buenos profesores, y no todos los profesores son buenos cantantes. Todo cambia cuando se trata de enseñarle a niños de 5 años o más a cómo contraer el diafragma, respirar, leer partituras, aprender a tocar flauta dulce, memorizar un solo o tocar con sus manos ciertas partes de sus cuerpos, en determinados momentos, para generar sonidos inusitados hasta ese momento en sus vidas. La profesora Sandra Jaspe cuenta 33 años —desde 1991— formando a generaciones de músicos merideños, dirigiéndolos en el escenario y viéndolos convertirse en hombres y mujeres. Todo eso la hace una figura familiar para cualquier músico que toque en esta ciudad. Estos años de entrega solo hacen evidente una vocación por enseñar, un verdadero gusto por escuchar cómo canta alguien más.
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Sandrita como cantante ya no tiene tanta actividad —después del Orfeón se ha dedicado más a enseñar a cantar—, pero aun así, hay momentos —como lo fue el de los 80 años del Orfeón Universitario— donde vuelve al escenario, toma su posición como contralto, sigue las indicaciones del director, mira a los rostros a su alrededor y entonces se sabe parte de esa familia que la acogió hace años, lejos de San Cristóbal, y todo es más cálido, entonces sorprende a propios y extraños con su vozarrón, sonando y reclamando aplausos.
Sus labores como profesora y directora han tenido varias paradas, actualmente sigue en la cantoría y vive una segunda etapa en el Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela. Sus días consisten en despertar temprano, desayunar, prepararle algo a sus hijos y tomar café con ellos, atender a Pastel —el gato de la familia—, buscar partituras, descifrar cómo enseñarlas por la noche, resolver alguna eventualidad del hogar o de las clases durante la mañana, salir después de almorzar a esperar el bus y llegar a la Casa Bosset —o al Núcleo El Espejo del Sistema, dependiendo del día— a saludar a los representantes, reconociendo, a veces, a viejos amigos, antes de entrar al salón a dar su clase y pasar la tarde enseñándole a niños de 5 a 8 años lenguaje musical o nuevas piezas; siempre y cuando no haya un concierto —esos días son muy agitados, pero también más entrañables—. Generalmente regresa a su casa a eso de las 5:00 de la tarde, descansa, comparte otro café con sus hijos y cena, para luego irse a dormir.
Si
Sandra Jaspe aprendió a desatar la música en el silencio de un auditorio, a leerla en la confidencia de su cuarto, a jugar con ella en casa para sus tres hijos —Pedro, Lucía y Belén—, a ensayar hasta el agotamiento de la madrugada en las horas antes de un concierto, a describirla en otros idiomas para la tímida mirada de un niño que apenas intuye la silueta de ciertas palabras en español.
Ella sigue allí haciendo una de las cosas que más han llenado su vida: cantar y enseñarle eso a otros. Aprendió a valorar los silencios de los que aprenden, de los que ama, de los que respeta, de los que escucha y de los que admira; todo vuelve como una canción que se rebobina, porque nos gusta mucho.
Sale de la página, entra al escenario: saluda al público con una mano que se agita y una sonrisa que cautiva, se dirige hacia el pianista y le da una palmada en la espalda, se para frente a su coro de niños y les transmite la seguridad del que confía, con solo un gesto. La música reclama el espacio, están cantando una pieza sobre brujas y hadas, suenan burlas, confidencias y risas intercaladas con el canto, ella no se cansa de seguir esta partitura: su vida. Aplaudo.