La vida también me perdonó

LIAMIR ARISTIMUÑO | Edición 2024

Era 1993, tenía 17 años y un novio con el que llevaba poco tiempo, cuando se enteró de que estaba embarazada. Su madre había dicho que si una hija de ella salía en estado antes de casarse, se mataría. Ahora, décadas después, Liamir Aristimuño cuenta esta historia que obtuvo mención publicación en la 7ma edición del Premio Lo Mejor de Nos.

ILUSTRACIONES: WALTHER SORG

En este relato quisiera llamarme Abril. O Andrea. O Ana. Quisiera tener otro nombre para no ser señalada, para poder hablar de mi verdad, para no hacer sufrir a los míos. Quizá también porque no quiero consuelo, ni palmadas en la espalda. Ya no lloro el pasado. 

Mis experiencias de juventud han sido tan mías que nunca antes las compartí. Hasta ahora. Sin embargo, he puesto tanto empeño en pasar páginas que ya casi no recuerdo detalles. Quizá mi memoria actúa como protectora de mi salud mental y emocional.

Recuerdo, sí, un consultorio muy frío y una doctora también fría, distante, quien me hizo unas pocas preguntas, y me dio una instrucción:

—Espérame en la camilla de atrás.

Eso hice. Eso y abrir mis piernas temblorosas para sentir un espéculo y un par de dedos que hicieron presión dentro de mí. Eso, y tomarme media pastillita de no sé qué en ese instante. La otra mitad, más tarde.

Era mi primera vez en un consultorio ginecológico.

Me cuesta precisar a qué hora sucedió aquello. Seguramente rondaba en mi cabeza algún tema de Aries, el nuevo álbum de Luis Miguel, de Miguel Bosé o de The Cranberries. Quién sabe. Es muy poco lo que recuerdo con claridad más allá de lo que sentía: miedo, mucho miedo.

Tenía 17 años de edad. Con mi novio, apenas un par de meses. Él, a pesar de tener la “edad de Cristo”, también sentía miedo. Nunca le pregunté si era la primera vez que vivía una situación así, pero sé que cuando se enteró de que estaba embarazada, llamó a un amigo para pedirle consejos. Ese amigo le dijo a dónde ir. 

Debíamos viajar. 

El día anterior a ese viaje le dije a mis padres que acompañaría a mi novio a una reunión de trabajo en otra ciudad más o menos cercana. La verdad es que iríamos a Caracas, que queda más lejos, a unas cinco horas por carretera. Nos trasladaríamos en avión: tomaríamos el primer vuelo, nos regresaríamos en el último. Serían solo 40 minutos de ida y otros 40 de vuelta. Era sencillo. En el país sobraban los vuelos, las líneas aéreas, las opciones de retorno… Era la Venezuela de 1993, en la que un viaje ida y vuelta era un plan seguro. 

Cuando llegamos al aeropuerto todavía estaba oscuro. Llevaba un vestido marrón con beige que él me había regalado. Me lo compró en una tienda hindú que quedaba en uno de los centros comerciales más visitados de mi ciudad. Estaba nerviosa. Sabía que me harían una intervención ambulatoria, rápida, de la que, según me aseguraron, me recuperaría pronto. Porque sí, el cuerpo puede cicatrizar pronto. El alma, no. 

No desayuné, pues no sabíamos si necesitaría anestesia o si me harían algún examen de laboratorio.

Llegamos a Caracas. Rodamos hasta ese centro médico en el que esa doctora distante me atendió. Al terminar esa consulta, esperamos unos minutos afuera, sentados en unas sillas. Yo temblaba. Mi novio temblaba. Hablábamos poco. Los nervios nos hicieron enmudecer. 

Minutos después, una enfermera me llevó a una sala pequeña con paredes de color claro en la que me indicó que me desvistiera y me entregó una bata y un gorro clínico. Me acosté en una cama de parto. Aún temblaba. De frío y de miedo. Y eso que todavía vivía en mí el ímpetu de la adolescencia, ese que te hace pensar que eres inmortal, que nada malo te sucederá aunque lleves tu vida al límite.

Cerré mis ojos. 

Escuchaba voces sin prestar atención a lo que decían. Sentí manos dentro de mí. Sentí también una puntada, como un tirón. Y un ardor y un fuerte dolor de vientre llegaron instantes después. Y se me salieron unas cuantas lágrimas.

Lo siguiente que viene a mi memoria es la imagen de una habitación con muchas camas clínicas. En una de ellas estaba yo, sobre un colchón negro, de esos clínicos, sintéticos, medio desnudo, apenas cubierto por una tela. Me aferré a una almohada en la que quedaron las lágrimas del llanto silencioso que brotó de mí mientras veía, a través de una pequeña ventana, una pared pintada de verde y del negro de los hongos de la humedad.

También viene a mi memoria la presión que sentía en mi vientre, y la sensación de resequedad en mi entrepierna.

Ah, y el frío. Hacía mucho frío. 

Mi novio entró a esa habitación y, con lágrimas contenidas, me abrazó y me preguntó si estaba bien.

—Sí —respondí.

Me ayudó a vestirme y a bajarme de la cama mientras otras mujeres se quedaban allí. Quién sabe si alguna esperaba por alguien que la buscara.

Nos fuimos. 

Viene a mí la imagen de una panadería, de un jugo de botella y de una bolsa de papel con manchas de grasa. Sé que comí, probablemente un cachito. También sé que volví a llorar. 

Inmediatamente nos ocupamos del retorno. Salimos de aquella clandestinidad. Volvimos al aeropuerto y a mi ciudad. Botamos los boletos, las facturas y toda evidencia de aquel viaje.

No me hice muchas preguntas antes de tomar la decisión de abortar. No logro acordarme si lo discutimos o solo asumimos que eso era lo que debíamos hacer. Solo sé que el miedo me ganó. ¿El miedo a qué? El miedo al suicidio de mi mamá, el miedo a decepcionar a mi papá, el miedo a ser señalada, al escándalo, al conflicto… el miedo a ser castigada por la vida, el miedo a todo.

La forma en que nos crían pasa factura.

En mi hogar recibía amor pero también recogía críticas duras que me transformaron en una adolescente que buscaba ser centro de atención, que no encontraba su lugar, que se sentía inferior a su hermana, a sus primas, a sus amigas. Debido a mi comportamiento rebelde, atrevido, me amenazaban con castigarme. 

Crié la fama y luego no supe cómo salir de ella.

Crecí en un hogar en el que jamás notaron que había sufrido abusos. Pero esa es otra historia. Mi novio no me creyó cuando le conté. ¿Me creería mi familia?

Las niñas que crecen como yo son sensibles —vulnerables, manipulables—, pero se disfrazan de fortachonas. Confían en cualquiera que les preste atención. Las niñas que crecen como yo callan: se guardan el dolor. Hasta que, eventualmente, deciden hablar. Contar su historia. 

Ahora puedo entenderme. Ver todo con la serenidad que da el tiempo. Apenas tenía 17 y un novio mucho mayor con el que tenía poco tiempo; 17 y no sabía qué quería de la vida; 17 y una mamá que, aunque era noble y maravillosa, creía ser buena madre cuando vociferaba sentencias aterradoras como:

—Si una hija mía sale preñada sin casarse, me mato.

Su papá, mi abuelo materno, se había suicidado.

Yo no podía cargar con esa culpa. No podía seguir siendo la oveja negra. No podía ni quería destruir a mi familia. Porque eso era lo que imaginaba que sucedería. Lo veía en películas, en las telenovelas venezolanas y mexicanas que transmitían los canales nacionales. Lo decían las canciones. No quería un matrimonio obligado por una barriga. 

Volví a casa. Él, mi novio, me llevó. Era de noche cuando entré al apartamento en el que vivía con mis padres y mis hermanos. Pedí la bendición y me fui a descansar. Quizá me preguntaron por el paseo, por la reunión a la que supuestamente había ido. No recuerdo. Me sentía agotada. Debía tomar unos medicamentos que escondí en mi cartera y descansar. Y así lo hice. Me quedé dormida con aquella sensación de presión en el vientre y en el pecho. Me sentía ahogada. Me faltaba el aire. 

Al día siguiente, me levanté inmersa en mi personaje habitual. Sonreía y saludaba a la familia como si nada. Estoy segura de que no miraba a los ojos de nadie por temor a ser descubierta. No desahogué mi dolor con nadie. Y me tragué la culpa. 

Y así seguí viviendo. 

Tener 17 años o menos y vivir una situación como esa te marcan la vida. La culpa nunca cesa. Te cambia. Algo dentro de ti se rompe para siempre, aunque con el tiempo te perdones y te justifiques encontrando razones de sobra para haber tomado aquella decisión. Es así como muchas lo hemos vivido. 

No sé si entré en las estadísticas de abortos clandestinos. Lo bueno fue que no entré en la de decesos de mujeres que decidieron hacer lo mismo que yo. Según la Asociación Venezolana para la Educación Sexual Alternativa (Avesa), el aborto inseguro es la tercera causa de muerte materna en este país. Y afirma que por cada cuatro partos atendidos en 2018, se atendía un aborto. Y sigue siendo un tabú. Sigue siendo motivo para juzgar, para señalar y castigar. 

La relación con aquel novio continuó por unos cinco años más. Nos comprometimos. Tuvimos altibajos. Me embaracé de nuevo. Pero esta vez estaba decidida a tener a mi bebé. Y él también. Así que ocultamos la barriga durante los seis primeros meses. Ya “felizmente casada”, confesamos a mi familia mi estado. 

Seguimos adelante y al nacer la bebé se convirtió en la alegría familiar y en mi más grande alegría. Tuvimos otro hijo: fue otro embarazo inesperado que terminó convirtiéndose en otra alegría a pesar de los nervios, porque el bebé venía con una condición especial. Después de cuatro años de muchas discusiones y de la inconformidad de ambos, decidimos separarnos: el matrimonio se acabó. 

La vida a veces te para frente a la misma piedra una y otra vez. Una y otra vez intentas no tropezar pero se hace inevitable. Vuelve a ocurrir. Volví a abortar. Estando en otra relación. En otras condiciones. Con otros motivos. Con el mismo temblor. Con el mismo frío. Con más miedo. Con más lágrimas.

Con el tiempo aprendí a esquivar esa gran piedra. 

Esta experiencia fue muy mía por más de 30 años. Ahora, que decidí contarla, pertenece a las mujeres que han vivido lo mismo que yo. A las que estaban en esas otras camas en la misma habitación oscura. 

Según Es.statista.com, por cada 1 mil mujeres en el mundo, entre 1990 y 1994, hubo 79 embarazos no deseados y 40 abortos conocidos. ¿Y los que no fueron reportados? Según las Naciones Unidas, casi la mitad de los embarazos en el mundo no son deseados y 60 por ciento termina en un aborto.

En Venezuela no hay cifras claras. 

Quizá fue eso lo que me trajo hasta aquí. Crecer entendiendo que no me pasó solo a mí. Que no solo pasaba en las canciones o en las novelas. 

En 2020, por ejemplo, varios países avanzaron hacia la despenalización del aborto. En Argentina, en Uruguay y en Colombia lo lograron; en una gran parte de México también. Sin embargo, en Open Democracy aseguran que alrededor de 83 por ciento de las mujeres latinoamericanas y caribeñas en edad reproductiva viven en países con algún tipo de restricción al aborto. En Venezuela solo es legal cuando el embarazo representa un riesgo y se intenta salvar la vida de la madre.

No me enorgullece el pasado, pero tampoco lo callo. Con mi rotura emocional aún en proceso de sanación, estoy en estas letras echando el cuento. 

Desahogando. 

Hoy lo puedo contar.

Y puedo contar también que volví a ser madre. Que a mis casi 50 años, con mis primeros hijos ya treintañeros, la vida me regaló una nueva oportunidad de ser mamá. Y de ser abuela. Me esfuerzo en ser la mejor, en sembrar en ellos valores, libertades y seguridades emocionales, y la certeza de que tienen a su lado a una mamá o a una abuela que siempre los escuchará, que creerá en ellos, que jamás los juzgará, que cuida y cuidará cada palabra que diga frente a ellos para no lastimarlos, y que, sobre todo, sigue aprendiendo de la vida, sigue creciendo para ser quien ellos merecen. 

Vivo. La vida también me perdonó, aunque me cueste creerlo.