Las estrellas no son amarillas
Carmen Noelia Rodríguez | Edición 2023Durante su primera infancia, Carmen Noelia Rodríguez vivió con una severa miopía. A los 7 años fue al médico y le mandaron lentes. Entonces se sorprendió al ver el cielo. Su tía Magaly, una artista plástico que le parecía la mejor persona del mundo, le enseñó que “Cuando el hombre se queda sin luz, el cielo le muestra las estrellas”. Este relato resultó finalista de la 6ta edición del Premio Lo Mejor de Nos.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
De niña mi visión era borrosa, solo veía sombras, manchas o colores y nada más podía divisar a distancias que no eran tan largas. Sin embargo, como desde que recordaba había mirado de ese modo, pensaba que el mundo era así, y no me preocupé.
Pasé varios años de mi infancia escuchando a mi mamá decirme: “Aléjate del televisor que estás muy cerca”. Me repetía esa frase cada vez que pasaba con un tobo lleno de ropa lavada para tender o cuando desde la cocina, haciendo las arepas, se daba cuenta de que nuevamente yo estaba “pegada” a la pantalla del televisor.
Era la época de principios de los años 80, y en nuestro televisor blanco y negro (a nuestra casa tardó en llegar un televisor a color) cada tarde se sintonizaba la telenovela Ligia Elena, protagonizada por Guillermo Dávila y Alba Roversi. A esa hora, mi mamá hacía un alto en sus oficios, y se sentaba junto a mi hermana mayor, una adolescente que, al igual que todas las jóvenes del país, suspiraba por Guillermo Dávila en su papel de Nacho Gamboa. Yo me ponía estratégicamente en un lugar muy cercano para poder ver lo que a ellas tanto les encantaba, sin que nadie reclamara mi cercanía a la pantalla, pues la emoción de ver esa historia de amor no permitía que nadie se fijara en mí.
Gracias a Ligia Elena en nuestra casa se escuchaba sin cesar: “Solo pienso en ti”, la canción de Guillermo Dávila que mi hermana había grabado de la radio en un cassette reusado que mi papá le cedió. Un día, de tanto repetir la canción y rebobinar la cinta, el cassette se dañó. A mi hermana se le salieron las lágrimas y por más que mi papá trató de desenredar aquella maraña de cinta, no se reparó. Por tal motivo, para recuperar la alegría de mi hermana, mi papá le dio como regalo la noche del 24 de diciembre el cassette original de Guillermo Dávila.
Pese a la alegría propia de la Nochebuena, ese año la Navidad fue un tanto melancólica. Acababa de ocurrir la Tragedia de Tacoa el 19 de diciembre de ese año, en la población de Arrecifes-Tacoa, ubicada en el entonces llamado departamento Vargas (actual estado La Guaira). Este inició con el incendio de un tanque de combustible de la Planta de Generación Eléctrica, y cuando se pensaba que la situación estaba controlada, explotó un segundo tanque y se agigantó la tragedia, pues el fuego alcanzó a bomberos, periodistas, trabajadores y pobladores, muchos de los cuales se habían acercado pensando que ya no había peligro.
Durante las reuniones navideñas de la casa, los adultos de la familia y los compadres o amigos de mis padres que iban de visita comentaban acerca de lo ocurrido en Tacoa y la gran cantidad de muertos que hubo.
Tiempo después, en varias ocasiones en que íbamos a la tumba de mi abuela, mi papá aprovechaba para llevarnos hasta el monumento o panteón de los bomberos que estaba en el Cementerio General del Sur, en Caracas. En este lugar enterraron a muchos de los bomberos caídos en aquella tragedia. Recuerdo que el monumento consistía en una especie de calzada larga que tenía un casco de bombero a cada lado en la entrada y al final de la calzada se levantaba un gran monolito decorado sobriamente con una cruz y una hoja de palma.
Mi papá nos decía: “Aquí están enterrados los bomberos que murieron en Tacoa; esos fueron unos héroes”. Ese monumento rodeado de tumbas de todo tipo era un lugar solemne que inspiraba respeto y tristeza.
Entre tantas tardes frente al televisor, mi mamá me comentó un día: “Tú como que no ves bien”. Después me llevaron al seguro social, que quedaba en la calle Lebrún de Petare, y me hicieron exámenes con los cuales diagnosticaron el nivel de miopía que tenía y me mandaron a hacer unos anteojos.
La falta de anteojos me había mantenido viendo una realidad diferente. Durante mi niñez era normal para mí adivinar lo que estaba en la distancia, reconocer a las personas por la forma de su cuerpo o el movimiento que hacían al caminar, pues no los distinguía, copiar la clase no del pizarrón sino del cuaderno de alguna amiguita.
Incluso, el efecto que producía esa miopía era magnificado por mi naturaleza distraída, mi timidez y la inocencia infantil. Todo esto junto me hizo vivir situaciones que recordaré siempre. Desde mi ventana, se veía la parte baja de la zona del barrio petareño en que vivíamos, y al frente, se veía muy lejos una enorme montaña cubierta de casitas y más casitas, que pertenecían a otro barrio. Aquella montaña era incluso más alta que el lugar en el que estaba nuestra casa.
Mi miopía empeoraba en la oscuridad.
De noche, al asomarme por la ventana, solo veía luces amarillas en un gran fondo negro. Entonces en mi inocente infancia estaba segura de que esas luces enormes y desparramadas eran las estrellas. Pasé buena parte de mi infancia pintando las estrellas como arañas enormes de color amarillo y hablando con un Dios que, estaba segura, vivía entre esas luces.
Tiempo después, cuando comencé a usar los anteojos y estaba más grande, me percaté de que esas luces no eran estrellas, sino los bombillos de las casas del barrio que cubrían la gran montaña que quedaba frente a nosotros. En la oscuridad nocturnal la montaña y las casas desaparecían ante mis ojos ciegos, y solo resplandecían los bombillos amarillos que dejaban encendidos.
El día que me puse los anteojos por primera vez fue una revelación para mí, durante el camino de regreso a casa podía delinear las hojas de los árboles, algo que siempre había visto como una nube verde, podía ver los letreros, las caras de la gente en la calle.
Ese día miré Ligia Elena desde el mueble y no sentada en el piso cerca de la pantalla. Al caer la noche, corrí a la ventana a ver las estrellas y entonces vi que no había estrellas, solo casas y bombillos amarillos encendidos…“¿Dónde están las estrellas?”, me pregunté con tristeza, y me fui a dormir asombrada de haber estado engañada durante tanto tiempo.
“¿Cómo no se me ocurría pensar que esas casas que veía durante el día no iban a desaparecer en la noche para convertirse en el cielo?”.
Me sentí la niña más estúpida del mundo, y lloré mucho.
Ese fin de semana llegó una tía de visita a la casa. Mi tía Magaly, quien para mí era la mejor persona del mundo. Ella era artista plástico. Entonces le conté mi decepción con las estrellas, y ella me explicó que las estrellas estaban más arriba, pero no se veían porque el barrio estaba demasiado iluminado en las noches.
—Nuestra luz hace que el cielo desaparezca —me explicó.
Mi tía se quedó aquella noche en la casa. Todos se fueron a dormir y nosotras seguimos hablando hasta que se escuchó un estruendo horrible y repentino seguido por una oscuridad total. Mi tía dedujo que había explotado algún transformador de un poste y por eso se había ido la luz en la zona.
Aprovechando la oscuridad, ella se levantó a tientas y me guió hasta la ventana. Entonces, a los 7 años de edad, con mis enormes y gruesos anteojos, vi las estrellas por primera vez. Eran azules y finitas como dibujadas con plumilla, y no amarillas y gruesas como las manchas en que se convertían los bombillos de las casas.
Estaban más arriba de aquella gran montaña, hacia un lugar al que yo nunca veía. Habían tantas que no entendía cómo cabían en el cielo. Sin poder verle el rostro a mi tía por la oscuridad, la escuché decir con palabras que grabé para siempre:
—Cuando el hombre se queda sin luz, el cielo le muestra las estrellas…
No se puede negar que la inocencia de los niños de los 80 es diferente a la de los de estos tiempos. Tienen otra forma de ver el mundo. Esta era digital, de redes y dispositivos de telecomunicación, le ha dado al niño herramientas distintas. Sin embargo, en muchos sentidos el niño sigue siendo niño; esa lógica infantil que descubre el mundo desde una perspectiva diferente a la del adulto se mantiene. Paso a paso el niño va encontrándose con la realidad a medida que crece o recibe orientación, así como yo, en aquel año de 1982, con los anteojos y mi tía Magaly pude ver que las estrellas no eran amarillas.