Mamajose, la otra mamá de mis hijas
CAROLINA JAIMES BRANGER | Edición 2024Una mujer que llega a Caracas y se entrega incondicionalmente a una familia a la que no conocía. Otra mujer que comparte su maternidad con ella, y que agradece su compañía y su lealtad a lo largo de los años. Esta historia resultó ganadora de la 7ma edición del Premio Lo Mejor de Nos.
Se llama Gladys Josefina Navas, pero para nuestra familia es, simplemente y con todo amor, Mamajose. Mis tres hijas tienen dos mamás: ella y yo. Y desde hace 16 meses, ambas somos abuelas de una bella nieta. Una auténtica fortuna.
Llegó a nuestra casa cuando mi hija mayor tenía 6 meses y yo estaba embarazada de la segunda. Venía del llano. La contraté a través de una compañía que agenciaba servicio doméstico. Mi mamá me advirtió sobre lo embaucadoras que podían resultar esas empresas, pero yo necesitaba ayuda y simplemente escribí mi “carta al Niño Jesús”. Pedí a alguien joven, que no tuviera hijos, pero que le gustaran los niños, y que estuviera dispuesta a moverse dentro y fuera del país, y el Niño Jesús me la trajo: me llamaron para decirme que tenían a la persona que cumplía con mis requerimientos y que me la traerían a mi casa.
Pero pasaron dos días y nada que venían. Pedía que me dejaran hablar con ella por teléfono, pero no: estaba prohibido que los clientes hablaran con las empleadas antes de cerrar el negocio. Transcurrieron dos días más. La agencia de empleos la tenía retenida porque querían traérmela a casa para cobrar el viaje, pero aparentemente no tenían vehículo. Entonces les puse un ultimátum: “O me dan la dirección o se acabó el trato y llamo a otra agencia”. A regañadientes, me dieron las señas.
Recuerdo el día que la fui a recoger. Ella entró temblando a mi carro. Era pequeña, muy delgada, de piel acanelada, pelo corto y muchos rulitos. Calculé que era más o menos de mi edad, tendría tal vez unos 28 años. Pero no quise preguntarle nada porque estaba nerviosa. Hacía casi una semana que había llegado de Apure, no conocía Caracas ni a nadie en Caracas.
Balbuceando, me contó lo agobiantes que habían sido esos días. De lo poco que había comido y lo rápido que se le fue el dinero que traía. Que escuchaba a los empleados de la agencia hablando conmigo y le provocaba arrancarles el teléfono, pero no podía, porque de nada le hubiera servido: a ella la había llevado hasta allá un taxi desde el terminal del Nuevo Circo. El papelito donde había anotado la dirección de la agencia se lo había quedado el taxista. No tenía idea de dónde se encontraba.
Yo traté de tranquilizarla, pero seguía muy nerviosa. Me preguntó cómo se llamaba mi bebé, que venía sentada en su silla al lado de ella. “Carolina”, le respondí. Luego me preguntó que si yo era doctora. “¡Qué doctora ni qué ocho cuartos!”, le dije riéndome, pero entendí de inmediato que algo en mí la intimidaba, y me quedé callada esperando que se calmara. Y en efecto, la cercanía con mi bebé la calmó.
Me encantó la conexión inmediata que estableció con ella. Era como si se conocieran con profundidad. Los bebés tienen esa capacidad de reconocer a la gente que les gusta. La escuché hablarle con suavidad y mucha ternura. Y a Carolina le fascinó. Cuando nos bajamos del carro, le tiró los brazos. Fue el comienzo de una relación llena de ternura y mucho amor.
A medida que pasaban los días, sus nervios fueron cediendo. Me di cuenta de que era disléxica… le costaba hilar las historias, pero entendí en medio de una maraña de relatos que venía de una familia grande, y que a pesar de sus carencias materiales había recibido mucho amor de sus padres, don Rafael Tavera y doña María Navas, de esa casta de venezolanos buenos y decentes que, en algún momento de este primer cuarto del siglo XXI, muchos pensaron extinguida.
Josefina —no le gustaba que le dijeran Gladys— forma parte de las casi dos docenas de hijos de don Rafael, con sus conocimientos ancestrales y recetas preparadas con productos naturales. Dedicado a trabajar su campo, a ordeñar sus vacas y a preparar sus quesos. A cantar sus coplas. A recitar sus poemas. Era un auténtico genio improvisando. Unos meses antes de morir, casi de 114 años, me mandó un poema por el WhatsApp de Josefina. Doña María criando hijos, aunque no fueran de ella, y un montón de nietos. Vendiendo heladitos a través de su ventana. Sus cantos —a sus ciento y pico de años todavía tiene una voz hermosa— y sus rezos. Y ahí está Mamajose, digna heredera de ellos y de sus valores. Porque Josefina era y sigue siendo minuciosamente pulcra. Responsable, ordenada, trabajadora. Lo que vio en su hogar lo trajo para el nuestro.
A los seis meses nació nuestra segunda hija, Irene. Josefina llegó a la clínica donde yo di a luz con mi mamá y mi hija mayor. Se acercó a la cuna del retén y vio a la bebé. “¿La puedo cargar?”, me preguntó. “¡Claro!”, le dije. Voló a lavarse las manos y los brazos. Y cuando cargó a mi hija se estableció de inmediato una corriente de amor mutuo entre la una y la otra. “Mi pelusita”, musitó, porque la bebé era pelona y tenía su coquito como un durazno.
La pelusita de Josefina resultó ser muy llorona. Y lo único que la calmaba era que ella la tomara en sus brazos y le cantara canciones. Era como mágico. Se quedaba quietecita y se dormía. Si cambiaba de brazos, empezaba la llorantina de nuevo. Y lo más increíble era que, si había alguien desafinada para cantar en este mundo (y todavía lo es), es Josefina. Pero a las niñitas les fascinaban sus canciones. Y a medida que fueron creciendo, le pedían más y más. “Palomita blanca”, por ejemplo, era una de las que más les gustaba, y definitivamente la favorita de Carolina, quien todavía le pide que se la cante: podía repetirla 10, 15, hasta 20 veces, hasta que se dormían.
Cuando Carolina cumplió un año, concomitantemente con una amigdalitis, experimentó un proceso viral que, 37 años después, aún no ha sido identificado. Le produjo una fiebre muy alta, de la que no se buscó otra razón que la amigdalitis. Pero tenía otra cosa y al cabo de unos meses empezó un calvario de médicos y diagnósticos, desde “no tiene nada” a “se va a morir de una enfermedad de depósito de glucógeno antes de entrar en la adolescencia”. Cuando regresamos del consultorio de quien dio aquel terrible —y errado— diagnóstico, mi mamá, mi papá, Josefina y yo nos abrazamos llorando. Mi marido estaba fuera de Caracas aquel día.
Yo me volqué no solo a cuidar de mi hija, sino también a investigar por mi cuenta. Con tantas opiniones distintas y hasta antagónicas, lo que me quedaba claro era que se trataba de una enfermedad muy extraña, que nadie iba a investigar por mí. Entre esas dos tareas estaba Irene, que no llegaba al año de edad. Y yo, con toda la confianza del mundo, se la entregué a Josefina. Sabía que estaba en las mejores manos y que el amor no le iba a faltar. Y no le faltó. Todavía recuerdo la canción que le cantaba:
Catirita marmoleña,
ojos de culebra brava
dale un besito a esta negra
que por ti suelta la baba.
Un año después, decidimos llevar a Carolina a Boston para que la vieran los especialistas del Children’s Hospital. A principios de octubre de 1988 tomamos el vuelo mi mamá, Josefina, las dos niñitas y yo. Mi papá y mi marido nos alcanzarían para Navidad. Los médicos que vieron a mi hija sugirieron hacerle una biopsia de hígado —para demostrarme que no tenía glucogenosis— y otra de músculo.
El día antes de ambos procedimientos fuimos al hospital para que mediante un ultrasonido le marcaran en la piel el lugar por donde introducirían la aguja para la biopsia de hígado. Pero cuando llegamos de regreso a la casa, encontramos a Josefina llorando a mares y a mi hermano visiblemente turbado. Al principio, pensé que le había pasado algo a Irene y grité “¿Qué le pasó a Irene? ¿Dónde está?”. Josefina se me acercó y me dijo: “No es Irene, ella está bien, está dormida…”. Mi hermano la interrumpió. “Malas noticias de Caracas…”. Fue cuando nos enteramos de que la noche anterior mi papá se había matado en un accidente de tránsito.
Yo me volví como loca. Mi pequeña hija tenía una enfermedad desconocida y mi papá, mi héroe, mi columna, estaba muerto. Empecé a meter cosas en la maleta. Todo lo que encontraba. Creo que hasta un adorno que había en una mesa lo metí. Mi mamá, haciendo acopio de fuerzas, tomó las riendas de la situación y, con serenidad, me dijo: “Tenemos que hacer lo que tu papá hubiera querido que hiciéramos y para él la prioridad era Carolina”.
Mi mamá y mi hermano volaron a Caracas esa misma noche. Mi otro hermano estaba de viaje de negocios en Alemania y también tomó los vuelos correspondientes. Yo me quedé con Mamajose y las dos niñitas. Cuando las acostamos nos sentamos en un sofá, y tomadas de las manos, lloramos desconsoladas. En la madrugada me vino a buscar un primo para llevar a Carolina al hospital para que le practicaran los dos procedimientos. A esa hora también llegó una pareja amiga de mi hermano para quedarse con Mamajose e Irene. Yo garrapateé un mini diccionario de las palabras más necesarias, porque ni ellos hablaban español ni Mamajose inglés. Y ella, aunque luego me confesó haber estado aterrada, en aquel momento se mantuvo estoica, fuerte, tranquila por y para mí.
Regresamos a Caracas tres meses después, sin diagnóstico, pero con la certeza de que Carolina no tenía la enfermedad de depósito de glucógeno que había dicho el primer neurólogo en Venezuela. Josefina me ayudó con la mudanza de mi mamá, quien se había quedado en Boston con mis hermanos. Estábamos en Caracas con las dos niñitas cuando estalló El Caracazo. Era fin de mes y yo no había hecho mercado. Lo único que tenía en la despensa eran muchas latas de leche en polvo que había conseguido unos días antes. Recuerdo que ella me dijo: “Lo importante es que para las niñitas tenemos alimento”. Siempre le agradeceré su gesto de estar dispuesta a pasar hambre, siempre que hubiera comida para mis hijas. Por fortuna, una amiga de mi mamá, que era como la hermana que no tuvo, me trajo carne y otros alimentos que nos alcanzaron hasta que abrieron los supermercados.
Aproximadamente un año después de eso, me enteré por una de sus hermanas que llamó por teléfono y yo le atendí —que juraba que yo sabía— que Josefina tenía dos hijos. A los de la agencia de empleo ella les había dicho que no los tenía, porque quería trabajar como nana y que no tuviera hijos había sido una de mis condiciones, pues la experiencia que había tenido con las empleadas con hijos era que a cada rato se iban porque el niño o la niña estaban enfermos. Yo no le dije nada. Más bien admiré su temple, sus ganas de salir adelante y, sobre todo, el empeño en que sus hijos, unos cuatro años mayores que las mías, salieran adelante. Hoy en día son dos personas exitosas y trabajadoras en las actividades que realizan. La mayor es universitaria y una fajada como su mamá. Sus dos hijas siguen los ejemplos de su madre y su abuela. El varón es ganadero y trabaja de sol a sol en su finca de Apure. Él también tiene dos hijas, la mayor ya en la universidad.
Dos años después yo volví a salir embarazada y nació Sofía. Otra hija más para Josefina. Ya en aquel momento ella había pasado de ser “Nana” a ser “Mamajose”. Todos los amigos de mis hijas también la llamaban así y era una institución en mi casa. “Mamajose dijo” era una sentencia de santa palabra.
Con Sofi tuvo la paciencia de Job, porque era tremendísima. Mamajose dormía con ella y Sofía se tiraba de la cuna y le caía encima. Al año la pusimos a dormir en cama porque eran un peligro las lanzadas de la cuna. Pero Sofi siguió en sus travesuras. Aprendió a trepar los marcos de las puertas para tirarse sobre Mamajose cuando pasaba por el pasillo. Peleaba con ella cuando jugaba con los grandes porque quería ser siempre “la luna mayor”, un divertido juego inventado por Josefina que a todos les encantaba. Sofía también tenía su canción:
“Píaito, compaegallo, píaito…”, que era la manera como ella la cantaba. Mamajose también le decía que tenía “ojitos de manatí”. Muchas veces Sofi le pidió que le dijera que los suyos eran ojitos de “mananate”.
Juntas hemos vivido miles de cosas… desde historias de vida diaria compartidas con nuestras hijas, pasando por viajes inolvidables en muchos lugares en el mundo, hasta locuras como haber ido a un monte con una bruja que Josefina quería que ensalmara a Carolina. “El que usted no crea en eso no significa que no sirva”, me dijo. Y le hice caso. Aquello fue una peripecia de la que todavía nos reímos, porque ella se puso histérica en el medio del ritual y terminé dándole una cachetada para que reaccionara. Las dos veces que me dio dengue —cuando creí que me moría— le entregué a mis hijas: “No me las dejes”. Y ella me cuidó como las cuidaba a ellas, hasta me ayudó a bañarme, y todavía cuida a Carolina. Igual las tres veces que me ha dado covid ha sido mi nana. Siempre ha estado cuando la he necesitado.
El Día de la Mujer de este año, en mi cuenta de Instagram, publiqué una foto donde salimos las dos y escribí debajo:
Aquí estoy con una mujer a quien quiero y admiro: Gladys Josefina Navas, mejor conocida como Mamajose. Mamajose llegó a mi casa cuando Carolina tenía 6 meses. Es la otra mamá de mis hijas y la otra abuela de mi nieta.
Mamajose ha estado a mi lado en los peores y en los mejores momentos de mi vida.
Es súper trabajadora, leal, buena, prudente… Si hay alguien a quien quiero desearle Feliz Día de la Mujer, es a ella.
Antonio Guzmán Blanco, cuando llevó los restos del Libertador al Panteón Nacional, entró del brazo de la Negra Matea, ya centenaria. Homenajeaba así a la fuente de amor —tal vez la única— que tuvo el héroe en su temprana infancia. Yo siento que, a las buenas cargadoras, como las llamamos en Venezuela, hay que honrarlas. Hace unos años hice una carta para otras mujeres, quienes, como Mamajose con mis hijas, iluminaron mi infancia con su presencia, su dulzura y su sencillez. Hoy me toca honrarla a ella. Y lo hago con amor, con alegría y con gratitud por su presencia constante, su cariño a toda prueba y su lealtad ilimitada.