Naivi cierra el juego con doble blanco
Alejandro Vásquez Escalona | Edición 2023De Venezuela a Uruguay, de Uruguay a Argentina. Esta es la historia de un viaje largo: el relato de un migrante que se encuentra con otros migrantes para contar cómo la vida sigue su curso lejos del país que los vio nacer. Este texto resultó finalista en la 6ta edición del Premio Lo Mejor de Nos.
ILUSTRACIONES: MARLON COLMENARES
Es cerca del mediodía. Estoy en Buenos Aires, otra ciudad, rodeado de otra gente, de amigos. Estoy de paso, es parte de la bitácora de un viaje que no sé cuándo terminará. Es otoño. Hay un poco de frío. El invierno pisa mi sombra. Ya no le temo. Un taxi me lleva a la casa. “Es la historia de un regreso / por los pasos de tus versos. / Esta es nuestra canción… / cuando se pierde así en la vida, / se pierde y no se habla más… / Déjame hablarle / también a tu silencio, / porque así fue que te perdí, / y te perdí / como el eco de / una canción herida al viento…”.
Pienso en La Vela de mi Corazón. En el rock uruguayo. En todo lo que he dejado atrás. Ando tranquilo. Voy a un hogar diferente. Desando mi camino de migrante: salí de Venezuela a Montevideo, en Uruguay. Ahora estoy en Buenos Aires, Argentina.
Salí de mi país en hace un tiempo con mi familia: mi esposa y dos hijos, Samuel y Vania. Cuatro años después, voy a Buenos Aires solo. En la mochila, viaja conmigo el deseo de rehacerme como ser humano en mi solar. Me espera una casa vacía, pero a la orilla del lago Coquivacoa en Maracaibo.
Tres mujeres que participaron en mis cursos de fotografía en Venezuela, ahora residentes en Buenos Aires, me cobijarán consecutivamente durante un mes en esta ciudad hermosa. Naivi Colina en una de ellas. Su hija Daniela de Jesús (Danisú) fue operada de cáncer en Venezuela en 2012. Tenía 12 años. Fue sometida a tratamiento y mejoró poco. La anemia intentó cercarle la vida. En las farmacias del país no se encontraba ni ácido fólico. La mujer abre el juego con Doble Sena, su madre la anima. Tenéis que marcharte a otro lugar a buscar la sonrisa de tu hija, imaginamos que le dijo. Se fue a Colombia. No fue divertido. Desde el autobús, carreteras húmedas de tristeza de quienes huyen, a veces a pie. Guardias nacionales impertinentes. Calor. Incertidumbre. Temor. Trabajó en un parque de atracciones. De diversiones para niños. Apuesto que recordaba la alegría del pasado de Daniela, la hija que esperaba en Venezuela para marcharse también a buscar salud y paz en otro país.
Naivi ahorró, regresó a su país por su niña. Buenos Aires es la estación terminal. Su hermano Jesús la espera para acompañarla en el juego. Su trabajo inicial fue en un quiosco de diarios, revistas, libros y chucherías. Diez horas de trabajo diariamente. Supo vivir entre hollín, polvo y humo de la calle durante año y medio. Luego ingresó a Petite Affaire, una tienda de mercadería exclusiva, artesanal y de orfebrería.
Llegué a Buenos Aires esta mañana en buquebús desde Montevideo. Atravesé el río de La Plata. Desgajé melancolía por Samuel, el hijo que se quedó en Argentina. Por Ivette, mi mujer y por mi hija Vania, quienes decidieron continuar su itinerancia de migrantes. Se marcharon a Madrid. El taxi me dejó frente al edificio donde habita Naivi en la avenida del Libertador 36. Barrio Vicente López, Provincia de Buenos Aires. Al fondo veo el ferrocarril que llega a la estación Rivadavia. Flipo por estas máquinas. En 2001, viajé de Santiago de Compostela, España, a Porto en Portugal. Pienso en esto mientras subo en el ascensor. Entro al apartamento. Una pincher doberman ladra, ladra. Casi tiembla. Por poco me muerde y retrocede. Naivi me recibe. Abrazo largo. Emotivo. Lloro.
Ya lleva abrigo. Después de presentarme a Julieta, su madre, salimos a almorzar. Es mediodía. Naivi aguza su mirada oscura, juega la segunda ronda en el dominó. “Al principio, solamente me marcharía con mi hija, pero decidimos empezar a sacar a toda la familia de Venezuela, que era una nación en hambruna donde la tristeza flotaba como algo denso y pesado”, dice. Se emociona. Rememora: “Junto a mi hermano Andrés hicimos préstamos a argentinos demasiado generosos que se arriesgaron a esta aventura. Aún hoy, varios años después, continúo abonándole a esta deuda”. Se completa la segunda ronda en el dominó. Ya ella sabe qué carta de hueso blanco tiene cada jugador. Es una maestra en el juego de la vida.
Pienso en el viejo Chono, mi padre, quien también fue casi adivino en este entretenimiento de piezas blanquinegras. Un campesino con la agudeza de un ajedrecista. De un dominocista, pues.
Miro la calle desde el balcón del hogar de Naivi. Avenida estridente. Muchos coches. Luz de otoño. Mañana de domingo, tal vez. Julieta, sentada en el sofá de la sala, tijerea una tela marrón. Tiene 76 años. Da forma a pétalos de flores que luego arma. Piel morena, curtida de sol caribeño. Saco mi cámara del bolso. Me planto frente a ella. Fotografío a la artesana de piel cetrina en el proceso de crear piezas únicas.
Estimulo la conversación. Me relata fragmentos de su vida. De la crianza de sus hijos. De su matrimonio con Wenceslao. De su ocupación actual: “Estas flores me las compra la tienda donde trabaja Naivi. Otras tiendas también me solicitan, pero es suficiente, en la vida no se necesita mucho. Un buen porcentaje de lo que me pagan se lo envío a mi hermana que sigue en Venezuela. Este camino de bregar por levantar una familia junto a Wenceslao, mi esposo, lo conozco”. Aleluya por la valentía de Julieta.
En cada pedacito de esta familia habita la luz de la primavera. Maia, la perrita negra, pincher doberman, vigila mis movimientos. Si me acerco mucho a la alquimista de flores, se me encima con sus ladridos. Me muestra sus dientes. Y retrocede como para preparar otro ataque de advertencia. No invadas. No invadas.
“Maia tiene 6 años con nosotros”, comenta Naivi desde el otro extremo de la sala. “Nos la dio una vecina. La rescató de la casa de su hijo, a quién se la había regalado antes, pero sus nietos y la yerna maltrataban al animalito. No lo alimentaban, eso explica su nerviosismo, su comportamiento esquivo”. El cabello corto y negro de la mujer no lo mueve la brisa del balcón. Permanece quieto como la perrita negra que nos escucha. Puede que entienda nuestra conversación.
Los varios días que habito como un sensei en el hogar de Naivi, veo entrar y salir a Danisú. Va a la Universidad Autónoma de Buenos Aires (UBA). Estudia comunicación social.
Una tarde cualquiera conversé con Wenceslao, padre de Naivi y esposo de Julieta. Un árbol de roble, corteza áspera, marrón. Lo retraté en la sala con la luz del sol de la mañana que entraba como licuada por una ventana lateral. Habló de su brega como vendedor ambulante para levantar la familia. También trabajó como arreglador de casas, recolector de basura —iba guindado a un camión de la Alcaldía de Maracaibo en Venezuela—. Ahora tiene 102 años. Aún suelta a veces una risa amable. “Aún voy a fiestas, como de todo y si se descuidan me tomo un ron a escondidas”. Me relató los amoríos de su padre, sus juergas. Mientras me contaba, sentía que me mostraba al progenitor como su alter ego. Y qué se le hace.
Naivi ingresó a Petite Affaire de Buenos Aires en octubre de 2017 como una sencilla vendedora. Recorrió toda la estructura de esta empresa comercial. Cuatro años y medio después, es administradora general. Volvió a ponerse los zapatos profesionales apropiados. Ella es licenciada en administración. Se graduó en La Universidad del Zulia (LUZ). Sabe de eso. En Venezuela trabajó en este oficio. Paciencia, esperanza, trabajo y honradez, parece ser el manifiesto de vida de esta mujer. No lo expresa. Su sencilla modestia no se lo permite.
Ahora, me habla con la tibieza del café de la mañana. Mira Buenos Aires desde el balcón de su apartamento. Sabe que en esa avenida estridente sobre tantos coches y gente de a pie, viajan a sus trabajos muchos argentinos que siempre tienen voluntad de servir a otros. Y, como dice J. M. Coetzee en Tierra de poniente, “las frases hacen cola detrás de los labios de la mujer”. “Primero sacamos a algunos sobrinos, luego a otros. Después a los hermanos. Total, salimos 24 familiares. Ahora todos trabajan. Nunca podré pagar completamente la ayuda de tanta, tanta gente. Vivimos en paz. Contentos en este país, pero a veces asoma el vacío de nuestra tierra. El vacío que deja la ausencia de los amigos. De las calles y la brisa de Maracaibo. De su sol caribeño”.
28 piezas tiene el juego de dominó. Casi siempre las guardan en una cajita de madera con tapa corrediza. Imagino que Naivi mira la mesa semi cubierta de piezas. Observa el rostro tenso de los otros jugadores. Y cierra el juego con doble blanco. Celebra de puta madre en Buenos Aires donde habita ahora con su inmensa familia.