Nunca te faltarán flores, papá
IRMA BORGES | Edición 2019FINALISTA/ Irma Borges, dramaturga y directora de escena, supo, por un mensaje de WhatsApp, que su padre había fallecido en Caracas. Ella estaba en Barcelona, España, donde vive desde hace 18 años. Tomó un avión rumbo a Venezuela para despedirlo. En esta historia, finalista de la 2da edición del concurso Lo mejor de nos, relata aquella visita y viaja hacia el recuerdo feliz junto a su padre.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
El 17 de agosto del 2016 hice un viaje triste y rápido a Venezuela. Desde hace dieciocho años vivo en Barcelona, España. Aquel verano, el más difícil de todos, subí al avión sin ganas, sintiendo un profundo silencio. Me sentía vacía. Mi papá ya no estaba en su monte: se había ido. Acababa de fallecer a sus 87 años. De amibiasis. “Lo mataron las lombrices”, habría dicho, de estar viva, mi abuela María, su madre.
Mi padre hubiera podido salvarse. Odio usar ese tiempo verbal porque me resulta soberanamente inútil; pero en este caso, es verdad. Mi padre, tal vez, hubiese podido llegar a los cien años, como era su sueño. Pero tomó sus propias decisiones, o así lo siento yo. Dejó de comer, quizá como una forma de protesta ante la enfermedad, y en tan solo quince días acomodó el terreno para su despedida. A él no le gustaba depender de nadie, ni sentirse inútil. Decía que quería morirse trabajando y casi lo consiguió.
Mi padre, quien de sus 87 años trabajó 80, era agricultor. Vivía en el Ávila, su cerro, de donde no salía sino para llevar su mercancía y la de otros agricultores al Mercado de Quinta Crespo, en el centro de Caracas. Lo hacía los martes y los sábados. Se levantaba a las 2:00 de la madrugada y bajaba por el barrio de Puerta de Caracas hasta allá. Carretilla en mano, descargaba un camión de frutas y flores.
Lo más lejos que estuvo de “su monte” fue una vez en que una de sus hijas, la tercera de los ocho que somos, lo obligó a tomarse unas vacaciones en Margarita. Por única vez en su vida se subió a un avión. Lo hizo con soltura, como si lo hubiera hecho desde niño, porque buenos modales e inteligencia no le faltaban.
Recuerdo que cuando yo era pequeña mi padre llevaba flores a las floristerías del mercado de San Luis. En esa época se levantaba a las 6:00 de la mañana. Como no sabía manejar, pagaba los viajes a Caracas a un señor de nombre Victorino o Vitorino, sin “c”, como lo llamábamos nosotros.
En tiempos de vacaciones, yo bajaba con él para pasar el fin de semana con mis hermanas mayores que vivían en Caracas. En el camino recogíamos azucenas, botones de oro, lirios, claveles, helechos, crisantemos. En cada casa parábamos a recoger la mercancía de otros agricultores, y la camioneta se iba vistiendo de colores.
Yo bajaba para que me llevaran a pasear por la plaza Bolívar o al cine. Me encantaban esos viernes. Recuerdo el olor del viento fresco del Ávila. Un aire tan limpio y frío que me helaba la nariz. Y a lo lejos, el paisaje de Caracas despertándose.
Al llegar al barrio, me quedaba en casa de Mita, la abuela de una amiga de mis hermanas, y allí esperaba a que me fueran a buscar. Mita me daba un café aguarapao dulcísimo que a mí me encantaba.
Hubo un momento, no sé exactamente cuándo, que mi papá dejó de vender flores. “No daban real”, dijo. Empezó a cultivar zanahorias, remolachas, tomates, rábanos, perejil, cilantro, pimentones. Los olores y los colores cambiaron. Allí donde estaba el púrpura perfumado de las extrañas, ahora estaba el rojo pintado de verde del pimentón.
Con el tiempo, mi padre se compró una camioneta de carga que manejaba mi hermano pequeño. Entonces los dos madrugaban y se iban al mercado con un camión cargado de guacales de verduras y algún paquete de flores o de ruda.
Mi padre tenía mucho don de gente, y se le daba bien la venta. Ayudaba a los demás, les fiaba. Mi mamá lo regañaba cuando le quedaban debiendo.
—Si no pagan es porque a ellos les hacen más falta que a uno —le respondía él.
En el proceso de muerte de mi padre, yo estuve ausente. Al parecer, él empezó a sentirse mal, pero se resistía a decirlo. No le gustaba ir al doctor. Un día, un agudo dolor en el estómago no le permitió levantarse de la cama. Como siempre había sido un hombre fuerte, mi familia se alarmó. “Si se queja es por algo”. Ese algo tenía que ser grave. Entonces lo llevaron a Caracas, a una consulta médica. Y empezaron los exámenes. Y las medicaciones.
A través de WhatsApp, yo seguía con angustia los avances y las crisis. Tantas voces me enloquecían, porque mientras unos querían verlo bien, otros sabían que era el final. Mientras unos me pedían apoyo, otros me seguían protegiendo. Yo soy la séptima hermana, pero para ellos sigo siendo la más chiquita, no me han visto crecer. Llevo demasiados años fuera.
Fueron tan solo quince días de horror, quince días inolvidables. Yo no quería ir a despedirme. ¿Cómo le dices a alguien que ama vivir, que has venido a despedirte porque se está muriendo?
A mi padre lo ingresaron y eso fue como una puñalada para él. Odiaba los hospitales. Uno de mis hermanos habló con el médico y le dijo: “Si lo quiere ver mejor, dele el alta”. Y así volvió por unos días al Ávila. Y sí, le cambió el semblante. Pero el dolor seguía allí. Queríamos salvarlo de algo que no tenía nombre: aún no había un diagnóstico claro. Entonces apareció la sospecha de que se trataba de un tumor. Por eso lo llevaron de vuelta al hospital.
Recuerdo la noche que me tocó esperar en vilo el resultado de la operación. El celular clavado en mi mano me mantenía expectante. Lo intervinieron buscando un cáncer y encontraron nidos de parásitos. A quienes no trabajaban, mi padre los llamaba parásitos. Quería que sus ocho hijos fueran hombres y mujeres de bien, trabajadores, responsables.
—En mi casa no quiero vagos. Aquí se estudia, o se trabaja —repetía pausadamente.
Todos crecimos escuchando la misma cartilla. Cada uno le fue dando forma a esos valores. Unos pudimos elegir más que otros, pero todos respondimos al deseo de mi padre.
Tomé la decisión de comprar el pasaje. Faltaban dos horas para que se fuera, pero yo entonces no podía saberlo. Cuando leí el mensaje de WhatsApp, ese mensaje breve y seco, el vacío se abrió bajo mis pies. Ni una vozquebrada pudo decírmelo. Hacía mucho tiempo que no podían hacer llamadas al extranjero: cuando llegaba el wifi, los mensajes de voz tardaban en cargar y las llamadas eran un imposible. Así que entendí que aquel mensaje desnudo había sido la única forma de darme la noticia.
No dio tiempo para más.
Pensé inmediatamente en mi hermana que vive en Panamá. Ella estaba embarcando en ese momento. Ella sí quería despedirse. Abrazar su cuerpo cálido, olerlo, mirarle los ojos. Pero mientras ella subía a un avión rumbo a Caracas, mi papá ya estaba surcando el cielo.
Mi papá era religioso, creía en todos los santos, en la virgen, en su Dios. Así que como diría mi hijo: “El abuelo se fue a cultivar estrellas en el cielo”. Así le gustaría a él. Así me gusta creerlo a mí.
Aquel 17 de agosto del 2016, el día después de su muerte, me monté en un avión rumbo a Venezuela con una sensación de soledad que me rodeaba el cuerpo. Las voces me sonaban lejanas, y me preguntaba, pensando en mi familia, cuántas veces más tendría que transitar por aquello. En el aeropuerto, ese no lugar, me sentía perdida en mi dolor. Y las tenderas ajenas a mi sentir, me hablaban en inglés porque tengo aspecto de gringa, y me ofrecían perfumes y chocolates. Yo les respondía: “No, thank you”. Tal vez para interpretar un personaje que pudiera ayudarme a transitar mejor aquellos espacios superfluos, ociosos.
No me salía ni una palabra. El mundo daba vueltas, las horas seguían, pero yo estaba tumbada finita en mi dolor.
Cuando llegué al Aeropuerto Internacional Simón Bolívar, una bocanada de aire caribeño me calentó la sangre. El ritmo frenético, las voces escandalosas, la forma colorida del estar de las personas, me hicieron volver en mí.
Estaba en mi país.
Descubrí una Venezuela voraz como siempre, pero sin nada que ofrecer y mucho por pedir.Sentía una doble pérdida. Allí donde había simpatía encontré resquemor; allí donde recordaba solidaridad, se mostraba la desconfianza y un rumor a lo imprevisible, a la inmediatez que yo no era ya capaz de entender, ni asimilar. Era como un lugar donde el resentimiento había adormecido la memoria de sus habitantes. Esa fue mi primera impresión. Yo, que soy hija de un agricultor, recordaba una Venezuela abundante. En mi casa siempre existió una mesa colmada de comida y platos rebosantes. Pero ahora, en su lugar había conformidad.
Mi madre me dijo:
—Tu papá se murió de tristeza. Llegaba con una bolsita mirria que ponía sobre la mesa con desgana. Aquí ya no se encuentra nada, mija.
Ya no se conseguían harina pan, ni arroz, ni leche, ni café. Mi padre se negaba a hacer colas o recibir una caja empaquetada. Prefería recorrer Caracas a pie para encontrar lo que podía. No llegó a entender cómo en su país no había nada, cómo faltaba de todo.
Aún con la tristeza a cuestas, mi padre hacía sus planes: sembrar azucenas y repartir las ganancias entre él y mi mamá, hacer hallacas en diciembre, juntarnos toda la familia. Sueños heredados cada vez más difíciles de cumplir, porque la diáspora, eso que mi madre no sabe qué significa, la ha separado de dos de sus hijas y cuatro de sus nietos.
Dicen que el siete es un número sagrado. En mi caso, ser la séptima me ha traído mucha suerte. Mis hermanas mayores me consintieron, me dieron oportunidades y todas las aproveché. Ahora, soy la tía que vive en España y habla raro. La artista.
Durante los novenarios de mi padre, había mucha gente. Las personas se me acercaban con curiosidad:
— ¿Tu eres la que vive en España?
Después me contaban cuentos sobre él: “Hace años mi papá tuvo un accidente y nosotros estábamos chiquitos. Tu papá, mija, no se olvidó de nosotros, y nos llevaba cajas de comida. Ya me lo pagarán, nos decía. Lo queríamos mucho”. “Cuando murió mi abuelo, no teníamos para pagar el entierro, pero tu padre nos ayudó. A nadie le falta Dios”. “Aureliano, era un hombre muy bueno, siempre tenía algo para quien lo necesitaba”.
Recogiendo su habitación, días después, encontré arañitas, grillos, bichitos secos escondidos en las esquinas o debajo de la cama. Hasta los bichos tenían espacio en su mundo, pensé. Encontramos bolsitas de billeticos sucios atados con ligas. Él iba sacando sus cuentas y seguía ahorrando. Antes de morir, llamó a mi hermano pequeño para pedirle que arreglara todas las cuentas, que no le quedara debiendo a nadie. Que se encargara él.
—Le angustiaba que le debía un ají picante a un señor de El Jarillo —me dijo mi hermano—. Ya se lo pagué.
Me costó llegar a entender lo que pasaba. Vivir la pérdida desde la distancia es diferente. No sabes cómo funciona. El cerebro se niega a aceptar algo que no ha presenciado. Pensaba que si iba al conuco de mi padre, lo encontraría allí con su pico sacando papas del terreno. Con su sombrero de paja, una camisa vieja, sus bluyines rotos y manchados por la tierra.
Los novenarios de mi padre no fueron como yo recordaba que eran en Venezuela: con olor a consomé. No saboreé galletas de soda mojadas en chocolate caliente, ni derretí el queso paisa en la tasa humeante. Había galleticas que llevó mi hermana de Panamá acompañadas de tacitas de café. Vi en los rostros de la gente vergüenza y agradecimiento. Como si les diera pena beber algo tan escaso.
—Tome, compadre —decía mi mamá—. Hay pa’ repetir.
Qué alegría, poder ofrecer algo, papá. Eso pensé. Mi mamá cuando venía alguien que sabía que estaba “pasando mucho trabajo”, como dice ella, le preparaba una bolsita con verduras del conuco y algún paquetico de harina pan. En nuestra casa no falta generosidad, esa que tanto nos enseñó papá. Y eso estaba ahí, mientras lo despedíamos.
Cuando preparábamos el altar para los novenarios, me extrañó no ver coronas de flores y pregunté por qué. Mi hermana, la maestra, me miró con los ojos perdidos, como si no hubiese entendido mi pregunta.
—Aquí la gente tiene mucha necesidad. Ya no mandan flores —respondió.
Siempre me había imaginado despedir a mi padre con un camión de flores, tan grande como el que él bajaba aquellos viernes para el mercado de San Luis. Sin embargo, él, que cultivó flores durante tantos años, iba a ser despedido con un ramo de crisantemos que le mandó a hacer mi hermano pequeño en nombre de todos sus hijos.
Sólo un ramo.
Entonces, salí al patio de la casa, y vi a mi alrededor tanto verde, tanta verdad.
Recogí flores silvestres: gladiolas, que a él le encantaban, y las llevé al altar.
Nunca te faltarán flores, papá. Porque esta tierra, en la que tantas veces hundiste tus manos para sembrar, tiene mucho para dar.