Que siempre sea la casa de Antonia

DIEGO SALINAS | Edición 2021

FINALISTA/ De niño, Diego Salinas solía ir al kiosco más cercano a su casa a hacerle mandados a su madre. Así, poco a poco, se hizo amigo de Antonia, la dueña, una española que había llegado a Venezuela hacía un tiempo, y que parecía tener mal carácter. Un día, al volver del colegio, se enteró de que ella tenía cáncer. Entonces comenzó a comprender lo importante que era su vida para él. Esta historia resultó finalista de la 4ta edición del PremioLo Mejor de Nos.

ILUSTRACIONES: CARLOS LEOPOLDO MACHADO

—Hoy fui a casa de Antonia, Diego… —me dijo mi mamá, apenas llegué del colegio. Hizo una pausa, en la que pensé que su comentario era demasiado raro, porque ella solía ir al kiosco de Antonia, que quedaba en la parte delantera de su casa, a comprar cigarros cuando yo no estaba. Entonces retomó la palabra:

—Tiene cáncer.

Esa noticia no solo me tomó por sorpresa, sino que me descompuso. Antonia tenía unos 60 años. Todos los días, al volver del colegio, pasaba por el frente de su kiosco. Éramos sus clientes habituales. A ella le compraba los materiales de papelería para mis trabajos del liceo y casi cualquier otra cosa que necesitáramos. Tal vez fue a partir de saberla enferma que comencé a comprender cuán importante era ella en mi vida.

En 1998, a mis 8 años, mi familia y yo nos mudamos a una casa en San Antonio de los Altos, en el estado Miranda, a unos 45 minutos de Caracas. Allí conocí a Antonia. De cuerpo robusto, brazos gruesos y pelo negro e hirsuto, tenía dos hijas —Sonia y Saura— rubias y delgadas, en nada parecidas a ella. Estaba casada con Carlos, que era carpintero. Un tiempo atrás, ambos habían llegado a Venezuela provenientes de la isla canaria de Tenerife, España.

A veces, Antonia me contaba cosas de las islas, me hablaba del Teide, un volcán que hay en Tenerife. Me gustaba la cadencia de su voz. Que Antonia fuese migrante española, al igual que mis abuelos, siempre me hizo tener un vínculo especial con ella. Era como si pudiera entenderla mejor que los demás.

Pronto me di cuenta de que no se llevaba bien con su esposo. Creo que alguna vez la vi con un ojo morado. Él se la pasaba sentado frente a la bodega de Franco, en el mismo sector donde vivíamos, bebiendo cerveza junto a otros vecinos: llegaban del trabajo, cansados y sucios, y a medida que avanzaban las horas iban emborrachándose.

A los pocos años, Carlos murió. Según mi mamá, fue a causa de una cirrosis hepática. Antonia siguió atendiendo en el kiosco. Fue por esa época que mi mamá empezó a mandarme solo a comprarle cigarros. Me gustaba ir porque algunas veces me quedaba vuelto como para comprarme gomitas y otras chucherías. Haciendo esos mandados —que eran frecuentes, porque mi mamá fumaba más o menos una caja al día— fue que conocí más a Antonia.

Claro, a veces la sacaba de quicio, porque yo, todavía muy niño, podía llegar sudado al kiosco, con una energía incontenible, a agarrar los periódicos, apretar los empaques, acariciar a Simba, el perro bóxer de Antonia. Quería comerme cuanto veía en las estanterías. Desde luego, todo esto la terminaba molestando, y a veces me pedía que me fuera y no regresara más.

Pero siempre volvía. El kiosco de Antonia era el único lugar al que me permitían ir solo, y me gustaba la sensación de libertad que eso me producía. De modo que no me importaba que ella me gritara de tanto en tanto.

No era una mala persona. Recuerdo que una vez fue a uno de mis cumpleaños y me regaló una bolsa grande de Miramar, los frutos secos cubiertos de chocolate. Se lo agradecí y, aunque no me gustaron mucho, igual me los comí.

A medida que fui dejando atrás la niñez, mi relación con Antonia cambió y dio paso a una especie de complicidad entre nosotros. Complicidad y afecto genuinos. En un par de ocasiones, me abrazó. Ella no parecía del tipo de persona que abrazara, de modo que acepté esas muestras de cariño. Así pude descubrir a una persona afable que se escondía detrás de una imagen hosca, que era la que veían casi todos sus clientes.

Sus abrazos eran fuertes y su cuerpo se sentía compacto. Sus manos eran rugosas, cuadradas, con vellos en los nudillos. Antonia expedía un olor raro. Un olor a almizcle, parecido al que agarra la ropa cuando la dejas en el clóset, pero mezclado con sudor. Yo creo que era porque siempre usaba la misma ropa: un mono y un suéter colegial.

Un día, un par de hombres entraron al kiosco y la robaron. Después de eso, Antonia mandó a instalar una reja en la entrada del negocio. A partir de ahí compartíamos, a lo sumo, un apretón de manos cuando ella me pasaba los cigarros a través de la reja.

A mis 15 años entendí que no todo el mundo quería a Antonia como yo.

De hecho, parecía que nadie la quería. Varios compañeros del colegio que vivían en mi urbanización se quejaban de que era odiosa, mal encarada y que los productos que vendía eran caros. Yo siempre salía en su defensa: intenté, sin éxito, mostrarles que detrás de esa imponente mujer se escondía una persona cariñosa.

Fue por esa misma época cuando nos enteramos del diagnóstico de Antonia: cáncer de seno. Comenzó quimio y radioterapia. Perdió peso y se le cayó el pelo. La ropa comenzó a quedarle demasiado grande. Antonia se veía muy debilitada, muy frágil. Cada vez que iba a comprar cigarros para mi mamá, le preguntaba cómo se sentía. Ella insistía en que no me preocupara.

Unos meses después de iniciar su tratamiento, Simba, su perro bóxer, murió. Eso la puso muy triste. Simba era un animal imponente y cariñoso, que siempre vigilaba el kiosco. Me gustaba su piel atigrada. Siempre le hacía cariños y jugaba con él a través de la reja.

Saura y Sonia, las hijas de Antonia, comenzaron a ayudar a su madre en el kiosco, pero lo hicieron solo por unas semanas. El negocio no podía cerrar, pero ella ya no lo podía atender sola. Algunos días iba Charo, su mamá. Hasta que contrató a Daymar, una adolescente apenas mayor que yo, para que la asistiera. También encontró a otro perro bóxer que ella aseguraba era hijo de Simba.

Las cosas siguieron relativamente igual durante un año: Antonia somnolienta en una silla en la parte trasera del kiosco con Daymar atendiendo.

Tras varias sesiones de radiación, los médicos decidieron hacerle una mastectomía para remover el tumor. Antonia pareció mejorar tras la operación y las sesiones adicionales de quimioterapia, y volvió a trabajar en el kiosco.

Pero con el paso del tiempo me di cuenta de que iba perdiendo la vitalidad que había recobrado. Y pronto supimos que su cáncer no había desaparecido, sino que, al contrario, avanzaba. Dejó de ir al kiosco. Cuando le preguntaba a Daymar por ella, me decía que estaba en la casa. Ya había entrado en esa fase en la que los médicos dicen que lo mejor que se puede hacer por el paciente es darle calidad de vida.

Después de saber de su estado, mi abuela, mi mamá y mi tía subían a casa de Antonia para verla. Para mi abuela, visitar a los enfermos era una práctica social. Para acompañar y aliviar el temor a la muerte tanto de los sanos como de los enfermos, supongo. Mi mamá también es muy de creer eso.

Uno de esos días, mi madre me pidió que fuera yo también. De inmediato me negué, porque la enfermedad —y, más aún, la enfermedad ajena— me aterrorizaba. Sabía que la idea de estar frente a ella y su padecimiento bastaría para que mis piernas dejaran de responder.

—Antonia me dijo que te quería ver, Diego Armando. ¡No seas así, por Dios! —insistió mi mamá.

Accedí porque tras casi una década viéndonos a diario, Antonia y yo hace rato que éramos más que el niño tocón y la kiosquera gritona.

Nos abrió la puerta Saura. La casa tenía las cortinas corridas y la luz que entraba era grisácea, atenuada. En su cuarto, que tenía una atmósfera opresiva, estaba acostada Antonia. Se veía cansada y sudorosa. Cuando entramos, se levantó con esfuerzo y nos vimos a la cara por un segundo que se me hizo eterno. Traté de superponer la imagen que tenía de ella sobre la que estaba viendo, pero fallé.

Hablamos un rato. El espacio no tenía ventanas y se concentraba un olor que no podía precisar, uno diferente al almizcle. El olor a enfermedad, supongo. Yo me quedé en una esquina en silencio, prisionero de un frío que irradiaba desde mi piso pélvico. Después me fui.

Esa fue la última vez que Antonia y yo nos vimos.

Una tarde regresaba del colegio a mi casa y me encontré con Charo frente a la Casa Cultural Comunera, un lugar de encuentro social en el que, además, inexplicablemente, hacían funerales.

—Yo sabía que ibas a venir. Antonia te quería mucho, muchacho —me dijo Charo y me condujo al interior de la casa. No comprendí lo que dijo hasta que estuvimos frente al ataúd donde reposaba el cuerpo de Antonia.

Nadie me había dicho que ella había muerto.

El rostro de Antonia aparentaba paz, pero a mí me pareció extraño. Tomé un largo respiro y sentí que ahí estaba el olor a almizcle. Tenue, pero estaba. Durante unos segundos volví a tener 8 años, y me vi subiendo y bajando del kiosco, todo sudado, a comprarle cigarros a mi mamá; volví a ver a Simba ladrándome y lamiéndome las manos a través de la reja; recordé los abrazos que una vez compartimos, la piel áspera de sus mejillas; recordé que una vez compré una afeitadora para aprender a afeitarme sin que se enteraran mis hermanos; recordé que siempre estuvo ahí para venderme, a último minuto, materiales que necesitaba para el colegio.

La extrañé por años.

Los vecinos, incluso quienes se quejaban de sus precios o del trato que les daba, también la extrañaban. No sé si a ella o a la conveniencia de tener un kiosco cerca. Para mí iba más allá de eso: Antonia había sido mi amiga, mi aliada y a veces hasta mi confidente.

Sonia trató de mantener el kiosco, pero no pudo. Para ello se requería una energía que ella no tenía. También creo que no quería seguir ahí sola. Al poco tiempo se fue a España, a donde antes se había ido su hermana Saura.

Después el kiosco cerró.

Desde entonces, han tratado de vender la casa, pero no han encontrado comprador. Una parte de mí espera que nunca lo encuentren, y que esa sea siempre la casa de Antonia.