Todo va a estar bien

Mariano M. Puigvert | Edición 2023

Dos niños tienen cáncer en Venezuela, pero en décadas distintas. Antes y después, un hospital —el José Manuel de los Ríos, principal pediátrico del país— no puede garantizarles el tratamiento que requieren. Pero una casa de ladrillos, a las afueras de ese centro de salud, se convierte para ellos —y para otros tantos— en un oasis. Esta es la historia ganadora de la mención de Responsabilidad Social Empresarial de la 6ta edición del Premio Lo Mejor de Nos

ILUSTRACIONES: ALEJANDRÍA ROJAS

Sentada en el piso de una habitación del Hospital de Niños José Manuel de los Ríos, Luz Carmona, una niña de 8 años, coloreaba en las hojas que le había dado su mamá esa mañana. Aquel viernes de mayo de 1984, su madre entró al cuarto y le dijo, con lágrimas en los ojos: “Hija, tienes cáncer”. Le explicó que tenía un tumor en su brazo y que los doctores recomendaban amputárselo. De lo contrario, podía morir. 

Muchos años después, en 2015, en plena crisis sanitaria, Ezequiel Rodríguez, de 8 años, dibujaba en su cuaderno mientras esperaba a que su madre saliera de una consulta con el doctor Pereira, jefe de oncología del JM de los Ríos. El día anterior lo habían llevado al hospital para que le revisaran unas manchas en su cabeza. El médico les dijo: “Vengan mañana”. Y así lo hicieron. Cuando su madre salió de la consulta, se sentó y le dijo: “Peque… creen que tienes cáncer”. 

Ezequiel, Luz: esta es la historia de dos niños que tuvieron cáncer en Venezuela. Pero son experiencias que, separadas en el tiempo, parecen haber transcurrido en países muy destinos. Ezequiel, Luz: ambos, al escuchar el diagnóstico, les dijeron a sus padres lo mismo: 

—No quiero morirme, mamá. 

Luz nació en 1976. Fue la primera de cinco hermanos. Su familia vivía en Catia, en el oeste de Caracas. Su madre, Herminia, era ama de casa y su padre, Williams, trabajaba en la Alcaldía del Municipio Libertador. Eran una familia numerosa y de escasos recursos.

A inicios de 1984, con apenas 8 años, Luz comenzó a sentir un dolor muy fuerte en el brazo. Entonces, Herminia llevó a su hija al JM de los Ríos, donde la refirieron al servicio de oncología. Las atendió el doctor Mauro Rossi, quien hospitalizó a la niña para hacerle exámenes que estuvieron listos al cabo de dos días. 

—Como me lo temía, tiene cáncer. Osteosarcoma.

—Osteosarcoma… —repitió lentamente Herminia, como si le costara pronunciar esa palabra.

—Es un tipo de cáncer que afecta los huesos. Si se extirpa el tumor, el pronóstico de supervivencia es alto. Pero hay que extirparlo ahora.

—¿Ahora?

—Sí. Y en el caso de Luz…

—¿Qué ocurre?

—Hay que amputarle el brazo. Luego, quimioterapia. 

Cargada con el dolor de aquella noticia, Herminia entró a la habitación de su hija en el hospital. La encontró sentada en el piso, coloreando en hojas blancas. 

—Mami, estás llorando.

—No, mi niña —le mintió, agarrándole las manos.

—¿Me voy a morir, mamá? —le preguntó Luz. 

Su madre rompió en llanto y le dijo como pudo las noticias: que tenía cáncer, que sí, que su vida estaba en riesgo y que amputarle el brazo era la única salida. Pero que no sabía qué decisión tomar.

—No me quiero morir mamá. Así que hagámoslo. 

Le amputaron el brazo y seguía un tratamiento de 5 ciclos de quimioterapia, pero el hospital no podía proveerlas. Hacía apenas un año que en Venezuela se había producido una devaluación de la moneda que se conoció como el Viernes Negro. El precio del petróleo había caído y el Estado hizo recortes en el presupuesto destinado a la salud pública. Por eso, en el hospital no había quimioterapia, tratamiento que era costoso. 

¿Qué alternativas había?

—La Fundación Amigos del Niño con Cáncer —les dijo el doctor Rossi—, mañana ellos darán una charla aquí mismo. Si pueden, vengan. 

Fueron al día siguiente. Mishka Capriles, una joven risueña, de 23 años de edad y comprometida con el voluntariado social, era quien estaba a cargo de la actividad. Les habló de la fundación: una organización que apenas tenía un año de creada y que contaba con el apoyo de varios doctores del JM y con el respaldo de la institución bancaria Confinanzas. Se dedicaban a ayudar a los niños y niñas con cáncer. Les facilitaban los tratamientos que no podían pagar, les cubrían costosos exámenes y les ofrecían apoyo psicológico durante su tratamiento, tanto a los niños como a sus padres.

Luego de la charla, la madre se le acercó para contarle que a la pequeña Luz –esa niñita que estaba a su lado– tendrían que quitarle un brazo y que además debían conseguir quimioterapia pronto, porque si no, el sacrificio de la amputación sería en vano. La sola mención de esa posibilidad hizo llorar a Luz. 

Mishka se arrodilló y la abrazó.

Ezequiel nació en 2008 y a los 8 meses le diagnosticaron neurofibromatosis tipo 1, un trastorno genético del sistema nervioso que afecta el crecimiento de las células, provoca el desarrollo de tumores en los nervios —usualmente benignos— y problemas para crecer y desarrollarse. Quizá por eso, su abuela María Teresa se obsesionó con que comiera bien y con que hiciera ejercicio. Le preocupaba todo del niño: su peso, su energía, su estatura. 

Sus maestras en el colegio Fe y Alegría de El Junquito lo adoraban. Era un estudiante atento y obediente, aunque tímido. Le gustaban las matemáticas, el fútbol y el dibujo. Su madre, Jusmely, trabajaba todo el día en una panadería en Carapita y su poco tiempo libre lo invertía en compartir con él.

A inicios de 2015, la abuela vio que el nieto tenía manchas en el cuero cabelludo. Lo llevó al JM de los Ríos. La crisis económica había golpeado al sistema de salud pública venezolano: no habían insumos médicos, no se conseguían medicamentos esenciales para tratar la mayoría de las enfermedades y los sueldos de los doctores y enfermeras se habían depreciado. El JM de los Ríos, como todos los hospitales públicos del país, era incapaz de atender a la mayoría de las familias que llegaban con sus niños pidiendo diagnósticos, solicitando exámenes, tratamientos o intervenciones quirúrgicas. 

El pequeño Ezequiel y su abuela encontraron un hospital abarrotado de gente y con las enfermeras repitiendo: 

—Lo siento, pero no tenemos insumos para esto.

 Un médico examinó a Ezequiel y les dijo: 

—Tienen que ir a oncología. 

Allá fue con su madre al día siguiente. El doctor Pereira, jefe del área, los atendió, revisó a Ezequiel, le indicó exámenes: 

—Pero acá no tenemos como hacerlos —les explicó. 

—¿Entonces qué hago doctor? No tenemos plata para ir a una clínica —dijo Jusmely. 

Mishka vió a aquella niña llorando desconsolada. Se arrodilló y la abrazó.

—Mi amor, no te preocupes. Todo va a estar bien —le dijo. 

—¿Ustedes pueden ayudarnos? —preguntó la madre de Luz. 

—Por supuesto que sí. Vengan a la fundación mañana.

Al llegar les crearon una historia, les indicaron cuándo buscar las quimioterapias y les explicaron que podían prestarles apoyo psicológico.

La quimioterapia fue horrible. Cada sesión le producía a Luz mareos, náuseas, la dejaba sin energía por días. A veces, también sentía dolor: “Es como si tuviera fuego en la sangre”, le decía a su madre. Todos los viernes iba la fundación para participar en actividades que preparaban para niños en tratamiento. Luz sentía que esos días eran un pequeño oasis de alegría en medio de un proceso lleno de malestar. 

Pero al cabo de un par de meses terminó.

Volvió al colegio, fue a sus citas de control en el JM de los Ríos y siguió acudiendo a la fundación todos los viernes durante los siguientes 10 años. El equipo que allí trabajaba se convirtió en su segunda familia. Cuando Herminia le manifestó a Mishka que no tenía dinero para los útiles escolares de su hija, la fundación comenzó a comprárselos. Entonces Luz se aseguró de siempre mostrarles sus excelentes notas. También acudió regularmente a sesiones de apoyo psicológico.

—Repite conmigo: estoy curada— le decía la psicóloga.

—Estoy curada— respondía Luz.

—Repítelo siempre. Tu enfermedad es el pasado. Tu vida te espera. 

En 1994 su doctor confirmó esa afirmación: en efecto estaba curada. 

Ese mismo año se graduó de bachillerato, se inscribió en el Colegio Universitario Francisco de Miranda para estudiar administración y fue a la fundación para dar la noticia y decirles que estaba a la orden para lo que necesitaran. 

Y en efecto, la necesitaron. Un sacudón económico quebró a varias instituciones financieras del país ese año, incluido el principal donante de la fundación: Confinanzas. En medio de aquel torbellino de incertidumbre, la directiva de la fundación le ofreció a Mishka la presidencia. Ella aceptó y planificó una operación de recaudación que partía de visibilizar los éxitos de la organización a lo largo de una década: más de 2 mil niños apoyados y un albergue, “Mi casita”, construido cerca del JM de los Ríos para que los niños con cáncer que venían del interior del país pudieran tener donde quedarse mientras estaban en Caracas. Y para ser vocera de aquella iniciativa, nadie mejor que Luz: una joven que había superado su enfermedad gracias a la ayuda que le habían prestado. Así que Mishka la citó y le presentó a Pilar, una ejecutiva retirada del sector bancario que estaba colaborando en la fundación. 

Juntas fueron parte central de ese relanzamiento de la Fundación Amigos del Niño con Cáncer. Videos publicitarios, campañas como “Gotas de ayuda”, que promovía aportes entre las personas, y el programa “Sonríe a la Vida”, a través del cual se recolectaban fondos por medio de buzones ubicados en supermercados. Todas fueron iniciativas que lanzó la fundación para reflotar y continuar en su labor. Y en todas ellas Luz se involucró. “Ellos me ayudaron”, le decía a su madre: “Ahora yo quiero ayudarlos a ayudar a otros”. 

Luz se acercó tanto al equipo de la fundación, que para inicios de 2001, cuando se graduó y manifestó que estaba buscando trabajo, Mishka le dijo: “Pues mañana mismo empiezas a trabajar acá”. Al cabo de tres semanas, Luz se encontró con una niña acompañada de su madre. Una trabajadora social estaba haciéndole todas las preguntas de rigor. 

—¿Nombre de la niña?

—Nina Bravo. 

—¿Y qué tipo de cáncer padece?

—Tiene osteosarcoma en su brazo derecho. 

Aquellas palabras resonaron en la mente de Luz. Aquella niña tenía el mismo tipo de cáncer que ella había sufrido hacía 16 años. La niña se acercó a Luz y le preguntó: ¿Por qué no tienes brazo?

—Porque me lo quitaron para poder salvarme del cáncer.

—El doctor dice que yo también tengo cáncer en mi brazo y que es muy peligroso. 

Luz se arrodilló y acariciándole el cabello, le dijo: 

—Debes ser valiente. Si lo eres, todo va a estar bien. 

Nina la abrazó. Desde entonces, cada vez que la pequeña Nina y su madre iban a la fundación, pasaban por el cubículo de Luz para saludarla. “Ojalá que ella lo logre como tú”, le decía la señora. 

El doctor Pereira tomó una hoja de su bloc para hacer récipes y escribió: 

22 de marzo de 2015

Por la presente refiero al joven Ezequiel Rodríguez a la Fundación Amigos del Niño con Cáncer para que le ayuden en la realización de una electronistagmografía, una resonancia magnética y una tomografía, todas necesarias para llegar a un diagnóstico. 

Se la entregó a Jusmely y le dijo: 

—Vaya a la calle de atrás. Allí va a encontrar una casa de ladrillos. Esa es la Fundación Amigos del Niños con Cáncer.

Ella siguió las instrucciones. Al llegar la atendió una trabajadora social. 

—Necesitan exámenes para el diagnóstico.

—Sí—confirmó la mamá de Ezequiel. 

—Ok. Nos encargaremos. 

—¿Y ustedes en verdad consiguen estas cosas?

—A eso nos dedicamos —dijo una señora mayor, interrumpiendo la conversación mientras se les acercaba con ayuda de un bastón—: a eso nos hemos dedicado por más de 30 años.

La señora le extendió la mano a Jusmely para presentarse: 

—Mi nombre es Pilar, soy la directora de la fundación y haremos todo lo posible por ayudar a su hijo. 

En 15 días, los exámenes habían sido enviados a la sede de la fundación y Pilar citó a Ezequiel y a su madre para revisarlos. 

—Uno de los tumores causados por tu neurofibromatosis se volvió canceroso —dijo Pilar mientras sostenía los exámenes.

—¿Eso es lo que tengo en la cabeza? —preguntó Ezequiel. 

—Sí —dijo la señora Pilar.

El niño miró a su madre antes de hacer la siguiente pregunta: ¿y me voy a morir? 

La señora Pilar entonces le hizo un gesto con la mano para que el niño se acercara y le dijo: “Mi niño, no te preocupes. Todo va a estar bien”. Ezequiel le apretó las manos y volteó a ver a su madre: no quiero morirme, mamá. 

La quimioterapia era el siguiente paso. Conseguirlo fue difícil ya que había escasez de ese tipo de tratamientos, pero al cabo de tres meses la fundación los obtuvo. Para julio de 2015, Ezequiel pudo comenzar el primero de sus cuatro ciclos de quimioterapia en el JM de los Ríos. El niño tuvo una reacción alérgica al tratamiento y comenzó a toser frenéticamente. También tuvo nauseas, vómitos y dolor de estómago. Jusmely estaba desesperada. Su hijo le preguntó: 

—¿Por qué esperamos tanto por algo que me hizo daño? 

Luego, el doctor Pereira determinó que otra marca de quimioterapia, llamada Temodar, era la mejor opción para el niño. Esta vez no hubo reacción alérgica y pudo completar su tratamiento. A Ezequiel le tomaría cinco años más verbalizar sin miedo dos palabras: “Estoy curado”. 

Nina no lo logró. Luz lo supo cuando en septiembre de 2001 acudió al Hospital JM de los Ríos con otros voluntarios de la fundación a dar una charla y se encontró con la mamá de la niña: “Yo quería que ella lo superara. Quería que ella viviera una vida plena como tú”, le dijo entre lágrimas. Luz la consoló y para cuando regresó a la sede de la fundación se sentó en su escritorio y lloró. Recordó entonces que el riesgo de morir de cáncer era real. Siguió llorando hasta que vio entrar a Pilar a su oficina.

—Es por lo de Nina, ¿cierto? —le preguntó. 

Luz asintió y, en medio de sus lágrimas, alcanzó a decir: 

—Esto es muy difícil. 

—Siempre es difícil, querida. Pero nunca podemos dejar de ayudar.

Es 2023. Ezequiel y Luz van a la sede de la Fundación del Niño con Cáncer en San Bernardino. Ambos tienen años sin visitarla. Luz llega primero y es recibida por Mishka. “Te trajimos porque queremos que conozcan a alguien”, le dice. Se trata de un joven de 15 años que superó su cáncer 7 años atrás. 

Jusmely y Ezequiel llegan al cabo de unos minutos. Ambos se sientan a conversar con Mishka y Luz. Se actualizan: Ezequiel retomó el fútbol. Luz les cuenta que acaba de ser ascendida en el trabajo, pero tiene un permiso para trabajar medio tiempo porque su madre Herminia, cada vez más mayor, necesita de sus cuidados. Ezequiel le dice:

—La estás cuidando ahora como ella te cuidó a ti.

—Así es.

—Por eso es bueno que te curaste. Yo también estoy curado. 

—Últimamente dice eso —reaccionó Jusmely, sonriendo de orgullo al escuchar a su hijo.

—Y síguelo diciendo —afirmó Luz de inmediato para luego ver a Ezequiel y decirle: “Nunca dejes de decirlo. Tu vida te espera”.