Vicente y la resistencia de la Ramalina victoriana
Joshua De Freitas | Edición 2022GANADOR/ Venezuela tiene la 2da tasa de deforestación más alta de Sudamérica, después de Brasil. En 2021, se perdieron 64,4 mil hectáreas de bosque, la mayoría de la cordillera de Los Andes, de la depresión zuliana y de la Guayana venezolana. Todas las especies endémicas corren peligro de desaparecer. Vicente Marcano —biólogo, profesor de la Universidad de Los Andes— descubrió una en el Parque Nacional Sierra Nevada. Aunque dos meses después talaron el único bosque en el que existía, él se resiste a que desaparezca. Este texto resultó ganador de la 5ta edición del Premio Lo Mejor de Nos.
FOTOGRAFÍAS: JUAN SILVA
La derrota tiene algo positivo: nunca es definitiva.
En cambio, la victoria tiene algo negativo: jamás es definitiva.
José Saramago
El frío de julio de 2021 se empezaba a sentir en el Parque Nacional Sierra Nevada. El biólogo Vicente Marcano caminaba con prisa entre varios árboles talados, buscando con la mirada los copeyes que alguna vez decoraron ese páramo. Estaba tratando de encontrar líquenes entre las ramas de esos árboles.
Los líquenes son organismos en los cuales conviven, en un mismo espacio, hongos y algas para sobrevivir. Casi todos parecen una mancha o un pequeño arbusto, y están pegados a la corteza de los árboles o a la superficie de las rocas: donde exista humedad y un aire limpio puede haber un liquen.
Vicente, un hombre de ciencia, investigador y profesor, buscaba un liquen en particular, uno que se encontraba en los árboles de copey.
Uno con el que, apenas meses antes, había hecho un gran descubrimiento.
Una neblina densa cubría la montaña y uno que otro árbol interrumpía la vista. A 4 metros del bosque había una carretera. A lo lejos, podía ver a campesinos que pasaban con sus caballos. Algunas personas entraban y salían del bosque con ramas y troncos. Parecía que lo único que quedaba ahí era eso: troncos recordados. Alrededor de una quebrada había musgos, rocas y el aserrín que el agua todavía no se había llevado. Buena parte del bosque había sido destruido. Ya no había pájaros sobrevolando. Y el agua del riachuelo era lo único que se escuchaba.
Vicente había recorrido unos kilómetros y no conseguía un árbol de copey, mucho menos los líquenes que buscaba.
Nada que tuviera madera estaba a la vista aparte de los tocones, eso que queda de un árbol cuando lo talan (la base del tronco con las raíces; eso que no pudo ser cortado y que quedó allí, inservible, como muerto). Sintió que el bosque se había convertido en un cementerio.
Regresó con Laura Castillo, su esposa, quien lo esperaba en la entrada. Ella también estaba buscando sin éxito árboles de copey y los líquenes que podían estar en ellos.
—¿Viste alguno? —le preguntó Vicente.
—Nada… Todo está cortado.
En el camino, intentaron hablar con el guardaparques de turno para saber cuándo habían cercenado los árboles.
—Quizá vinieron a talar en la noche —dijo el militar sin levantarse de su puesto—. Esas cosas pasan.
El daño ya estaba hecho: el Parque Nacional Sierra Nevada, un ecosistema que debía ser protegido, había sido vulnerado.
Con paciencia, quizá, se podría restaurar.
Vicente lo sabía.
Vicente es un biólogo especializado en organismos extremófilos, estudia aquellos animales, bacterias, hongos y otros seres vivos que pueden existir sin problemas en lugares tan feroces como los volcanes, los pozos de alquitrán, debajo del hielo o sobrevivir varios días en el espacio exterior y a la radiación solar directa. Los líquenes pueden resistir a todos esos ambientes, y Vicente se dedica principalmente a estudiarlos. En Venezuela solo quedan dos personas que clasifican y estudian los líquenes, y Vicente es uno de ellos; el único, además, que hace investigación de campo.
Desde 1989 da clases en el posgrado de liquenología, pero desde hace cuatro años no ha tenido ningún estudiante en su laboratorio: quienes podrían estar interesados suelen irse del país apenas terminan su pregrado.
Aquel día, caminó 45 minutos desde el parque nacional hasta su casa, en la ciudad de Mérida. En su hogar, Vicente y Laura mantienen una estación biológica: allí cuentan con los equipos necesarios para hacer sus experimentos, así como un herbario en el que guardan muestras de especies vegetales de sus expediciones. Para sus alumnos de la Universidad de Los Andes (ULA), el hogar de Vicente y Laura es un aula de clase más. Apenas llegó a su laboratorio, Vicente empezó a buscar las muestras de corteza que había guardado.
Entre estantes y los sobres de manila que tenía en el herbario, trataba de encontrar lo que buscaba en el bosque (en lo que quedaba de él) y no había hallado.
—Querido, ¿qué liquen estás buscando? —le preguntó Laura, viendo las muestras organizadas en la mesa del laboratorio— A ver si te ayudo.
—Las Ramalinas victorianas —respondió—. Talaron el único bosque donde estaban. Si no las conseguimos, ya se extinguieron.
En silencio, Laura se unió a la misión.
Dentro de los sobres había un montón de muestras resecas de líquenes y hongos endémicos de Los Andes y de la Guayana venezolana. Todos ellos en riesgo de extinción. Muchas especies de líquenes crecen en zonas muy reducidas de los bosques o en cortezas de árboles muy específicas, por lo que son muy vulnerables a desaparecer si se hacen cambios bruscos a las zonas donde habitan. Las muestras de Vicente eran la única esperanza que tenía la Ramalina victoriana antes de considerarse extinta en el mundo.
Para recordar cómo era el liquen que buscaban, Laura consultó el único libro donde se describe la especie: un tomo que había publicado Vicente unos pocos meses atrás.
Para ellos todo esto era algo insólito: una especie que acababa de ser descubierta ya se podía catalogar como perdida. Solo quedaban las fotos y las anécdotas sobre el descubrimiento de ese liquen meses antes, a inicios de 2021.
Era una mañana templada de marzo de 2021 en Raíz de Agua, a unos 25 kilómetros de la ciudad de Mérida. Vicente caminaba entre los árboles del Parque Nacional Sierra Nevada cuando vio lo que parecía ser un pequeño arbusto pegado a un tronco. Llevaba décadas haciendo un catálogo de líquenes del parque nacional para la comunidad científica internacional: revisó cada árbol de ese bosque nublado y cada roca cerca de las quebradas para describir su biodiversidad. Conocía casi todas las especies de la zona por sus visitas frecuentes, casi semanales. Pero ese adorno verde pálido en un árbol de copey le parecía algo nuevo.
El supuesto arbusto se ramificaba, pero no tenía hojas ni madera. Tampoco raíces. Apenas se aferraba a la corteza del árbol como un ornamento. No quedaba duda: esa especie era un liquen, una amalgama entre un alga y un hongo que forma un organismo único y nuevo.
En sus 30 años estudiando los líquenes y los hongos de Mérida, Vicente no se había encontrado con ese liquen de filigrana.
¿Sería entonces una nueva especie?
Vicente buscó en todo el bosque, esquivando troncos jóvenes y a la gente que entraba al parque con hachas y machetes. Encontró otros líquenes similares en varios copeyes. A cada uno le tomó una foto. Notó que los líquenes verde pálido dejaban de aparecer después de un par de kilómetros de donde empezó su recorrido. Sin pensarlo, tomó el primero que había encontrado esa mañana. Si quería corroborar sus sospechas, debía hacer unas pruebas, como buen hombre de ciencia.
Antes de irse a su laboratorio, se presentó ante el guardaparques del parque para avisar que había culminado su investigación por ese día. Mientras se acercaba al puesto de vigilancia, vio que los militares estaban dormidos o parecían estarlo. Pronto subirían al páramo otros hombres con machetes y los guardaparques no los detendrían.
Vicente se montó en su carro y se fue a la ULA
Llegó al Centro de Investigaciones Atmosféricas y del Espacio de la ULA. No había alumnos. Los pasillos estaban sumidos en silencio. El centro contaba con pocos equipos de laboratorio. Y aparte de Laura, quien se dedicaba a describir los bosques, él era el único profesor que quedaba en el laboratorio: el único que podía descubrir si, en verdad, ese liquen era una nueva especie venezolana.
Buscó entre sus libros sobre líquenes en Venezuela, sus revistas sobre sus expediciones al escudo Guyanés y a la Sierra Nevada desde los años 90, sus catálogos que recopilaban hasta 1 mil 627 especies de líquenes. Y, por si acaso, agarró los libros de química y biología de su padre, de su abuelo y de su bisabuelo.
Les sacudió el polvo a las cubiertas; luego, quitó el polvo que se metió en sus lentes; y organizó los tomos por región y antigüedad. Todo para descartar que ese liquen se hubiera descrito en otra parte o en otra época.
Hizo un inventario de los equipos que le quedaban para estudiar al liquen. Desde hace años, la ULA sufre de hurtos y casi nunca tiene recursos. Al ser una universidad pública, los fondos dependen directamente del Estado venezolano; pero solo le llega cerca del 2 por ciento del presupuesto que anualmente solicita. Un par de meses atrás, en mayo de 2021, se robaron manómetros, brocas y otros artefactos del laboratorio.
Pero Vicente corroboró que tenía lo mínimo para hacer sus pruebas. Sacó cuidadosamente el liquen de su bolso. Trató de encender una llama para calentar una solución alcalina, pero el gas no salía de las tuberías. No le dio tanta importancia, podía adelantar otros estudios. Era momento de examinar y comparar.
En más de 40 años de carrera, las expediciones de Vicente por los bosques de Los Andes y el Escudo Guayanés han alimentado decenas de libros sobre biología. En mayo de 2021, Vicente quería publicar sus hallazgos sobre los líquenes de Los Andes venezolanos y del norte de Colombia. Llevaba 30 años recopilando información. Por ello, si quería que esa supuesta nueva especie apareciera en su libro, debía analizarla pronto.
Aquel liquen que recogió medía unos 8 centímetros. Él solo necesitaba unos milímetros para hacer sus experimentos. Así que cortó varios trozos y los pasó por su microscopio, por disoluciones químicas y rayos ultravioleta.
Lo que sobró, lo guardó en un sobre de manila para preservarlo en su herbario.
Después de 15 días tuvo los resultados.
Ya no había dudas: el liquen que encontró era una especie nueva. Endémica, para ser exactos, ya que solo lo consiguió en esa zona específica del parque nacional. Hasta ahora no se ha conseguido en otra parte del mundo.
Con la información que acababa de conseguir, debía darle un nombre y escribirle un correo electrónico con sus descubrimientos a los editores del libro.
—Vicente, ya los voluntarios llamaron para que hagamos la ronda de inducción —le dijo su esposa mientras él dejaba los análisis del liquen nuevo y encendía su computadora—. Esta vez nos toca hablar de los bosques.
Mientras pensaba el nombre de la nueva especie, Vicente condujo hasta el casco histórico de Mérida. Él y su esposa visitarían a un grupo de mujeres para dar una charla sobre conciencia ambiental.
La casa era de fachada colonial. La sala solo tenía un sofá, una mesa, una TV y una pila de leña amontonada en una esquina. A lo lejos se podía oír la madera crujir por el fuego. Olía a caldo de pollo. Había una nube de cenizas. Quizá era la cocina. Alrededor de siete personas estaban en la sala para escuchar al biólogo.
—Los árboles son mucho más importantes de lo que parecen —comenzó a decir Vicente—. Más allá de lo obvio, claro, que nos dan oxígeno. Ellos son la base para que otras especies como musgos, hongos, animales y líquenes vivan entre ellos. Quitas un bosque, y pierdes todo lo demás…
—Pero, ¿cómo haríamos para comer? —preguntó una de las mujeres—. No tenemos gas, no ha llegado desde hace cinco meses. Tenemos que usar leña para cocinar. Llevamos como cuatro años haciendo eso y aún hay monte.
“¿Cómo cuidar un bosque si lo único que podemos hacer es cortar su leña para sobrevivir?”, pensó Vicente. Como biólogo, le enerva que la gente ande cortando a diestra y siniestra los árboles; pero también sabe que la gente de la ciudad no tiene gas para cocinar. Se quedó pensando un instante, hasta que dio con una posible solución.
—No cortar toda una zona de una tirada, menos en un parque nacional —respondió Vicente—. También hay que plantar, como mínimo, la misma cantidad de árboles que se cortan.
A las vecinas les gustó la propuesta. A Vicente, en realidad, no tanto.
Para él, ningún árbol debería ser cortado.
Ese día visitaron seis casas en la ciudad. En cada una dejaban volantes sobre la importancia de los bosques de la Sierra Nevada. En todas le hacían la misma pregunta:
—¿Cómo cocinar sin gas ni leña ni aluminio?
Exhaustos, regresaron a su laboratorio.
Al fin tenía el nombre para el liquen después de pensarlo por toda la tarde. Apenas vio el espécimen que había estudiado en la mañana, Vicente se sentó en su computadora y escribió:
“Se encontró una nueva especie de liquen en el Parque Nacional Sierra Nevada, en Mérida, Venezuela. Su altitud ideal de crecimiento es a 2 mil 650 metros sobre el nivel del mar y sobre la corteza de los árboles Clusia rosea (conocido vulgarmente como copey o tampaco). Su distribución se restringe en la zona de Raíz de Agua, cerca del páramo La Victoria. Se considera una especie endémica, única de la zona hasta comprobar que está en otro lugar de la cordillera merideña. Su nombre taxonómico: Ramalina victoriana”.
Su nombre se dividía en dos partes, como el nombre y apellido de una persona. El liquen tenía el apellido de la familia de las Ramalinas por la forma de arbusto, con “ramas” diminutas, y otras características químicas que comparte con otros líquenes similares. El nombre victoriana proviene del páramo donde se encontró. Cualquier científico del mundo puede buscar el nombre Ramalina victoriana de ahora en adelante y solo encontrará a esa nueva especie venezolana.
Adjuntó las fotos que había tomado su esposa, así como los resultados de todos sus experimentos. Ambos serían coautores del descubrimiento. El liquen que él había agarrado para su muestra estaba bastante maduro, iba a soltar sus esporas dentro de poco.
Los editores de Vicente no dudaron en agregar el espécimen al libro. Sería el liquen número 53 de ese catálogo que el biólogo tardó 30 años en construir. Todas esas especies son endémicas de la cordillera de Los Andes venezolana, como la Ramalina victoriana.
El libro salió a la luz en mayo de 2021.
Y una foto de la Ramalina victoriana salió en su portada.
Dos meses después, talaron el bosque de Raíz de Agua. Ese en el que él había encontrado a la Ramalina victoriana.
Vicente consiguió las muestras de Ramalina victoriana en uno de sus estantes. Como si fueran unos trofeos, meneó los sobres de manila con alegría para que su esposa los viera.
Cuando se dice que los líquenes son resistentes es porque llegan a sobrevivir toda su vida sin agua, quedan como hibernando en su resequedad. Es posible revivir a un liquen con el sustrato necesario y humedad. En el caso de la Ramalina victoriana es la madera de copey… pero ya no había.
Venezuela tiene la 2da tasa de deforestación más alta de Sudamérica, después de Brasil. En 2021, se perdieron 64,4 mil hectáreas de bosque, la mayoría de la cordillera de Los Andes, de la depresión zuliana y de la Guayana venezolana. La plataforma digital Global Forest Watch estima que entre 2017 y 2021 Venezuela perdió 623,4 mil hectáreas de bosque. La velocidad de la deforestación en Venezuela se aceleró en los últimos cinco años, superando a otros países de la región. Frente a ese panorama, toda especie endémica, animal, vegetal o liquen, corre el peligro de desaparecer del mapa. Vicente sabía de memoria esos datos, así que ideó un plan.
Los líquenes son seres resistentes, pero necesitan un lugar para crecer. Primero se tenía que cortar un poco de madera parecida a la de un copey. Luego esterilizar todo con vapor de alcohol.
Una vez esterilizada la madera, se ponían allí las muestras recortadas de Ramalina. Ahora tocaba rezar y esperar a que esos líquenes se unieran a ese sustrato.
Pasaron cuatro meses para que se vieran los primeros resultados exitosos. El experimento lo repitió hasta con 15 líquenes diferentes de distintas partes del país. Todas mostraron signos positivos de crecimiento.
Aun así, había un problema: los líquenes crecen a ritmos muy lentos, a 1 centímetro por año. Si Vicente quería reintegrar las Ramalinas debía esperar mínimo seis meses o un año para que estén en capacidad de vivir en el bosque sin peligro. Tenía que esperar décadas para que los líquenes recuperen el tamaño que Vicente encontró en los bosques. Peor aún: la muestra principal estaba a punto de sacar sus esporas, pequeñas partículas que los hongos y los líquenes usan para reproducirse. Si esa muestra no estaba en la intemperie, sus esporas no se desarrollarían y no se formarían más líquenes.
Vicente no tenía suficiente material para cultivar o guardar todas las esporas.
El calor y la humedad de los primeros meses de 2022 impregnaban el Parque Nacional Sierra Nevada. Vicente caminaba por un bosque cerca de Raíz de Agua. Llevaba consigo unos porrones con plántulas y la Ramalina más grande que tenía, la que iba a soltar sus esporas. El liquen pesaba unos pocos gramos, pero él sentía que subía el páramo cargando una piedra gigantesca.
Durante su viaje divisó a varios grupos de personas, todas con hachas o machetes. Los esquivó a todos como si de un espía se tratara.
En un lugar del bosque que él mantendrá en secreto vio un árbol parecido a un copey. Con un gran suspiro, puso las plántulas en el suelo y dejó al liquen en una rama horizontal para que, con el tiempo, pueda adherirse a la madera sin caerse.
Se quedó mirando un rato al liquen.
¿Valdrá la pena hacer esto?
Al fin y al cabo, tiene más de una docena de resguardo en su laboratorio junto a otras especies endémicas y en riesgo.
Vicente recogió las plántulas del piso. Decidido, escaló un poco más la montaña para plantar unos árboles donde alguna vez hubo copeyes.
La especie estaría a salvo si ese liquen resiste solo en su nuevo ambiente, y si él mantiene su laboratorio con las muestras en cautiverio.
Quizá, el nombre de la Ramalina victoriana ya no venga solo del bosque del páramo La Victoria, sino de la resistencia de sobrevivir frente a un Parque Nacional que es talado cuando no debería.
Solo el tiempo dirá cuál de las dos victorias perdurará.